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Por estos días, el reconocido analista político Ian Bremmer ha presentado sus reflexiones sobre el estado del mundo en 2025, ofreciendo un diagnóstico tan lúcido como preocupante. Según su análisis, Estados Unidos atraviesa un proceso inédito de retiro voluntario del sistema internacional, un desmarque peligroso que deja a un orden global dando tumbos y sin brújula. En su reciente intervención en Tokio, Bremmer subrayó que Washington se ha desentendido de sus compromisos internacionales, evidenciando una notable pérdida de fiabilidad en su papel como actor global. Hoy, sostiene, Estados Unidos se ha vuelto impredecible, lo que incrementa la incertidumbre geopolítica mundial.
El panorama global, además, se agrava por un conjunto de crisis convergentes, el deterioro ambiental, la hambruna en África, el fortalecimiento del crimen organizado transnacional, los desplazamientos forzados, la persistencia de la guerra en Ucrania y la fragilidad del acuerdo entre Israel y Hamas, por mencionar algunos. Todo esto ocurre en medio de un alarmante resurgimiento de los autoritarismos. Parece que los únicos que tienen claro qué hacer, y la certidumbre de su lugar en el mundo, son la junta de dictadores que estuvieron en Beijing en septiembre de este año.
Y si el estado del mundo es un manojo de ansiedades peligrosas, el de América Latina es todavía más sombrío. Una región convulsionada por las crisis sociales que, desde Chile hasta México, se hacen notar, pero que al mismo tiempo enfrenta una erosión institucional gravísima, donde tenemos a líderes políticos y jefes de Estado portándose como truhanes y patanes de barrio. América Latina es un lugar muy peligroso y cada vez menos pacífico. Hace un tiempo no muy lejano, gozábamos de una rara paradoja: éramos violentos y pacíficos, porque las hipótesis de guerras y movilizaciones militares no parecían probables, mientras el crimen hacía de estas tierras un parque de diversiones para los violentos.
Tenemos todo tipo de personajes liderando naciones: unos aspirando a ser dictadores y otros graduándose con honores. Todos, o al menos la gran mayoría, obsesionados con sus propios egos, desatendiendo las necesidades de sus gentes y preocupados por los algoritmos. Son líderes despojadores de las formas, de la diplomacia y del estadismo, con evidentes trazos de inmadurez política y baja estatura intelectual. Las políticas exteriores, con grandes y pocas excepciones, están construidas bajo personalismos y narcisismos odiosos. La apatía por las reglas de juego, que denudan mediocridades, hace que no haya nada compartido, pero sí mucho de común entre las naciones del continente.
Acá se cometen más del 60% de los homicidios del mundo, pero con tan solo el 9% de la población global. Acá, la idea de “Estado” parece estar rebajada a algo que es difícil ponerle nombre. Acá, los presidentes y autócratas anteponen los intereses nacionales a los personales y hacen que los personales sean de interés mundial. Acá se habla de derechos, pero el derecho es lo más mancillado.
La región tiene un collage de autoritarismos, unos más parecidos a democraduras, otros a dictablandas, pero en todo caso autoritarios. Tal vez lo único que es común y compartido es que la democracia se va al traste, y que los líderes ven en la patanería la mejor y única opción de administrar lo público. En el estado de América Latina se puede notar también la desconfianza, la poca cooperación, no hay liderazgos, no hay proyecto de región.
No se inventa nada para resolver los problemas, no hay creatividad para imaginar una mejor democracia, hay elecciones pero no democracia. La salud institucional de la región está en coma. América Latina también está en crisis, como el resto, pero la región está muy lejos del mundo. América Latina no parece ser ni vecino ni tener vecindario.
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