El Báltico es, por estos días, la puesta en escena del popular juego de mesa Astucia Naval. Moscú se ha lanzado a mostrar las herramientas marítimas que le sirven para la disuasión. Rusia ha desplegado 20 buques de guerra, 25 aviones de combate y 3.000 efectivos, además del paso de la llamada “flota fantasma”, el mecanismo de Putin para evadir sanciones. Mientras tanto, los temores estratégicos cobran fuerza en los ministerios de Defensa y Cancillerías de Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania, Suecia y Polonia. Las frías aguas del llamado “lago de la OTAN” parecen tener muchas olas en estos días.
Los cálculos de Putin parecen orientados exclusivamente a demostrar que dispone de las herramientas necesarias para desestabilizar la región y marcar, aunque sea por la vía militar, los controles sobre el vecindario más inmediato, en los linderos enemigos. Es una suerte de Grossraum, el término alemán que en su momento aludía al dominio y la necesidad de controlar un espacio amplio. Esta maniobra apunta a contrarrestar los reveses en el campo de batalla ucraniano: como si Moscú, en medio de sus urgencias, revelara que el frente abierto con Kiev ha resquebrajado cualquier horizonte de victoria. Así, Vladimir Putin necesita volver a poner en escena el ruido de los motores de los buques como recurso para captar la atención de Europa.
La práctica rusa de violar soberanías es ya un patrón consolidado en las maniobras en el Báltico, con la clara intención de provocar incidentes militares de fácil escalada. En las últimas horas, aviones de combate rusos han sobrevolado el espacio aéreo de Finlandia y Estonia. No debe olvidarse que, a veces, la prudencia y la cautela pueden ser percibidas por el agresor como invitación a agredir. Ya ha ocurrido antes: en la Navidad de 2024, un destartalado, desvencijado y oxidado petrolero con bandera de las Islas Cook fue descubierto arrastrando un ancla de 11 toneladas por el fondo del golfo de Finlandia, cortando un cable eléctrico crucial entre Estonia y Finlandia.
Todo suena a que la política exterior rusa es de agresión y convoca una forma recurrente de choque que se conjura en la guerra híbrida. Esto, mientras Ucrania era atacada con un enjambre de 900 drones lanzados sobre varias ciudades en los últimos días. La ciberguerra ha sido, desde hace años, un componente central en la estrategia militar y de política exterior rusa. Un ejemplo temprano fue el ciberataque de 2007 contra Estonia, que anticipó el rumbo que tomarían las formas de interacción de Rusia con el resto del mundo. Recientemente, analistas de inteligencia de Google han detectado actividad de Sandworm —una unidad rusa de hackers de élite— explorando las redes eléctricas de los países bálticos en busca de vulnerabilidades; el mismo grupo responsable de múltiples interrupciones del suministro eléctrico en Ucrania.
Las agresiones de Putin en el Báltico también parecen adaptarse a las nuevas cartografías del conflicto contemporáneo: una forma poco creativa, pero sugerente de Segunda Guerra Fría, en la que Rusia, ya no siendo la Unión Soviética, busca hacer el ruido suficiente para llamar la atención de Washington y Pekín, mientras incomoda a Bruselas. Rusia hace cosas de manual, pero su guion en la configuración geopolítica del Báltico empuja los análisis y a las sensaciones geoestratégicas tan incomprensibles como lo habían sido para los campesinos medievales las cosas que pasaban en la naturaleza.
*Profesor de Relaciones Internacionales
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Por César Niño
