Washington muestra un desespero desmesurado por demostrar resultados acordes a una gran potencia. Las intenciones de Donald Trump de lanzar operaciones militares por toda América Latina en nombre de la lucha contra el crimen organizado parecen más un acto de torpeza estratégica que el fruto de un análisis racional, acorde con la naturaleza compleja de los problemas asociados al crimen en la región.
La orden ejecutiva que autorizaría operaciones militares contra los carteles de narcotráfico —sin el aval soberano de los Estados afectados—, aunque podría interpretarse como una teatralidad más para alimentar su delirio de grandeza, revela preocupaciones de fondo que no pueden ignorarse.
En primer lugar, Washington vuelve a sentir que las reglas del juego le “cortan la sangre” y busca deshacerse de cualquier obstáculo. La ejecución de una operación de este tipo, de llevarse a cabo, requeriría la autorización de los congresos de los respectivos países y el cumplimiento de sus trámites constitucionales; de lo contrario, tendría un claro sabor a invasión.
En segundo lugar, Estados Unidos apuesta por generar desconfianza en la región: no es buena idea convertir su zona estratégica más cercana en un terreno minado por la aversión, lo que solo alimentaría el antiamericanismo (o, en este caso, el antitrumpismo). Los cálculos de la Casa Blanca parecen perseguir el desconcierto global y reforzar las narrativas de líderes populistas.
Una tercera preocupación, sin duda, es el riesgo para los derechos humanos. Más allá de los roces políticos y los conflictos que podrían surgir incluso por el simple hecho de estacionar tropas sin autorización, cabe preguntarse: ¿qué entienden los círculos de toma de decisiones en Washington por “seguridad” y “lucha contra el crimen organizado”?
Esta última inquietud engloba las anteriores y sugiere, de manera preliminar, que —contrario a lo que indica la orden ejecutiva— Trump y sus asesores no tienen una idea clara de cómo combatir esta amenaza. La evidencia muestra que Estados Unidos ha obtenido resultados pobres, cuando no contraproducentes, en guerras, conflictos y operaciones militares en contextos asimétricos. No hay que olvidar sus saldos en la guerra contra las drogas o contra el terrorismo, por ejemplo. Su historial frente a actores no estatales —como criminales, terroristas o insurgentes— tiende a ser adverso y relativamente mediocre.
Trump parece no comprender la aritmética insurgente y criminal: eliminar un actor no siempre reduce el problema a cero; en muchos casos, genera más actores en su lugar. No es una ecuación simple (1 - 1 = 0), sino una paradoja donde 1 - 1 puede ser 3.
No existe una fórmula única para combatir el crimen organizado transnacional, pero hay verdades evidentes: cada grupo tiene una naturaleza distinta, opera de manera particular y no todas las estructuras criminales controlan territorios, como algunos líderes políticos imaginan. La Casa Blanca debe ser más rigurosa en su análisis: los grupos criminales funcionan en red, se integran mejor que los propios Estados y tienen su propia noción de “soberanía” (una soberanía criminal, por supuesto).
Por ejemplo, el Tren de Aragua (que, dicho sea de paso, está en la lista de objetivos) mantiene una relación transaccional con el ELN y, al mismo tiempo, una alianza estratégica con el Cartel de Sinaloa. Además, no deben pasarse por alto las conexiones entre grupos criminales latinoamericanos y actores extracontinentales, como Hezbolá y el ELN. Esto complica enormemente los cálculos militares y operacionales.
Sin duda, estas estructuras son peligrosas: amenazan la estabilidad nacional y hemisférica, monopolizan el tráfico de armas y drogas, y han desarrollado una suerte de paraestatalidad, imitando instituciones nacionales. Su sofisticación los hace aún más peligrosos. En América Latina, donde los Estados son ineficientes, los criminales operan con alarmante eficiencia.
Tampoco debe olvidarse que los grandes grupos utilizan a los pequeños como criminals by proxy (criminales por delegación), actuando como avatares dentro de una cadena de especialización delictiva. Un cartel mexicano, por ejemplo, podría subcontratar a miembros del Tren de Aragua, quienes a su vez coordinarían con contactos en Ecuador o Brasil para articular redes de suministro de drogas o armas dentro o fuera de la región.
La ecuación de Trump es demasiado simplista para enfrentar un complejo criminal regional. Los grupos criminales no usan uniformes, no ondean banderas visibles y operan tanto dentro como fuera de los márgenes del Estado. Su concepto de “frontera” es distinto al de los Estados. Al final, una solución exclusivamente militar no acabará con el crimen; de hecho, podría fortalecerlo. Estados Unidos no parece tenerlo claro, no sabe qué es el peligro y podría estar entrando en un terreno fangoso, una fallida cartelización de la seguridad regional.
*Profesor de Relaciones Internacionales
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