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Las guerras, más que fenómenos hostiles, pueden convertirse en grandes actores. Actores capaces de dirigir el curso de la historia y, en ocasiones, de redefinir la geografía. La guerra de resistencia que libra Ucrania contra la invasión rusa desde 2022 es un actor con muchos rostros. Uno está relacionado con las disposiciones y violaciones de las normas del derecho internacional de los conflictos armados; otro, con el empleo de tecnologías de punta que exhiben la capacidad de los protagonistas para enfrentarse sin contacto en el clásico teatro de operaciones. Una tercera cara ha revivido el tabú nuclear y, finalmente, una más —no menos importante ni tan nueva— está vinculada al uso de mercenarios.
En las guerras clásicas y modernas, los mercenarios han desempeñado un papel crucial en la forma en que se libran las batallas y como recurso para sobrepasar los límites de las reglas de la guerra. Son, incluso, un instrumento materializado que ejemplifica su violación.
Sin remontarnos a varios siglos anteriores, desde la guerra en los Balcanes (1991-1999), la Segunda Guerra del Golfo (2003) y el conflicto en Yemen (2014), por mencionar algunos casos, los mercenarios han actuado como avatares y actores delegados, capaces de moverse en el inframundo de los conflictos y ejecutar acciones que los Estados, en nombre propio, no se atreven a realizar de manera regular y oficial. No es, entonces, una novedad. Lo que sí resulta notable es la evidencia creciente que sugiere que cada vez más gobiernos facilitan el envío y uso de mercenarios a favor de aliados ideológicos o estratégicos.
No se trata, en este caso, de cooperación militar ni de asistencia estratégica u operativa —que podrían enmarcarse en instrumentos legales de política exterior oficial—, sino de una cooperación informal que opera con las costuras y revela la facilidad con que regímenes autoritarios, como los de Rusia y Cuba, han consolidado mecanismos de política exterior criminal.
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El gobierno cubano ha construido un sistema de cooperación con Rusia para el envío de mercenarios desde el inicio de la invasión a Ucrania. Todo indica que se trata de la participación internacional más significativa de La Habana en un conflicto armado desde Angola. Rusia parece sostener parte de su agresión mediante soldados extranjeros, como norcoreanos y cubanos. Informes de inteligencia revelan que cerca de 7.000 cubanos, de entre 18 y 62 años, se encuentran en las filas rusas, especialmente en la primera línea de batalla, aunque sin ocupar posiciones de mando o control, mucho menos estratégicas.
Cabe recordar que, en 2024, Miguel Díaz-Canel expresó públicamente sus deseos de éxito a Putin en la llamada “operación militar especial”. Independientemente de los sistemas de reclutamiento utilizados en Cuba para enviar personas como mercenarios al servicio de Rusia, estamos presenciando un proceso cada vez más abierto. Aunque La Habana sostiene que el mercenarismo es un delito severamente castigado, las personas acusadas han sido liberadas sin condena alguna. Operar al filo y traspasar las membranas del derecho internacional le ha permitido a Díaz-Canel afirmar que Cuba no forma parte del conflicto en Ucrania; sin embargo, es evidente que el régimen está presente mediante un tele-ejército.
Se trata, en suma, de una suerte de diplomacia criminal: el apoyo diplomático de Cuba a Rusia en escenarios internacionales demuestra que los conjuros autoritarios parecen fortalecerse más que las apuestas democráticas de otros actores. El instrumento criminal de facilitar el envío de mercenarios, es una muestra de ello.
No se pretende desconocer que potencias occidentales también recurren al uso de mercenarios en conflictos en África, Asia o América Latina —práctica que siempre será condenable— ni que empresas privadas participen en el negocio de mercadear la violencia, como se ha documentado rigurosamente. La preocupación radica en que los regímenes autoritarios formalicen, a plena luz, mecanismos de integración, cooperación y asistencia criminal.
*Profesor de Relaciones Internacionales
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