Visitar Brasil por estos días es presenciar una tragicomedia que no habrían podido imaginar ni los humoristas políticos más sarcásticos. Si los estragos del populismo autoritario de derecha de Bolsonaro no aparecen en las tapas de los diarios fuera de Brasil, es solo porque toda la atención se la lleva esa otra tragedia —que ya no tiene nada de comedia— producida por el autoritarismo de izquierda en Venezuela.
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Visitar Brasil por estos días es presenciar una tragicomedia que no habrían podido imaginar ni los humoristas políticos más sarcásticos. Si los estragos del populismo autoritario de derecha de Bolsonaro no aparecen en las tapas de los diarios fuera de Brasil, es solo porque toda la atención se la lleva esa otra tragedia —que ya no tiene nada de comedia— producida por el autoritarismo de izquierda en Venezuela.
Mientras Venezuela se ha convertido en un caso único —el peor colapso contemporáneo de un país que no está en guerra—, el de Brasil sirve para ilustrar, en caricatura, aspectos comunes a otros populismos de derecha en ascenso en otros lugares, desde Europa (donde puede consolidarse este fin de semana con las elecciones al Parlamento Europeo) hasta India (donde Modi gana la reelección) y Filipinas (donde gobierna ese mellizo de Bolsonaro que es Duterte). Los rasgos son más visibles en Brasil, esta tierra de la hipérbole, donde las cosas más sencillas de la vida son calificadas de maravillosas, fantásticas y sin precedentes.
Lo que se palpa en Brasil muestra características persistentes del populismo de derecha y de las respuestas promisorias contra él. El primer rasgo es que la punta de lanza del populismo reaccionario es el conservadurismo moral. En Brasil, como en Colombia y el resto de América Latina, la derecha populista se ha montado sobre el tren de las iglesias evangélicas y otros sectores que declararon la guerra santa contra el movimiento de mujeres y LGBTI. Los votos que pone su cruzada contra la llamada “ideología de género” explican que en Brasil esos sectores tengan todo un bloque del gobierno —el llamado “bloque folclórico” de Bolsonaro— que controla la educación (el blanco principal de la cruzada) y la política de derechos humanos.
El segundo rasgo es la influencia creciente de las fuerzas armadas en el poder civil. Un tercio del gabinete de Bolsonaro son militares o exmilitares. (Los populistas de izquierda también se acercan a los militares, como en México o Venezuela). El último rasgo es el uso de las redes sociales como arma política. Desde el palacio presidencial de Planalto en Brasilia se desatan linchamientos en redes sociales contra opositores y críticos, tan feroces y organizados que sus autores han sido llamados el “ejército bolsonarista”.
Pero Brasil también comienza a mostrar señales de las respuestas que están logrando desacelerar el populismo reaccionario en otros países, desde Inglaterra hasta Polonia. La más promisoria son movimientos políticos que no se limitan a una agenda reactiva, a criticar las maniobras diarias de los bolsonaros del mundo. La semana pasada, cerca de un millón de personas salieron a las calles en todo Brasil para respaldar la educación pública, amenazada por recortes presupuestales. En otros lugares han sido el movimiento ambientalista y las propuestas contra el cambio climático lo que ha frenado el ascenso populista.
Como dice el viejo chiste, Brasil es el país del futuro y siempre lo será. Habrá que seguir observándolo de cerca para entender el futuro del populismo reaccionario.