En la “Genealogía de los modorros”, Quevedo escribe: “Es, pues, de saber que este vocablo genealogía está compuesto de dos nombres, el uno latino y el otro griego; el latino es genus, que quiere decir, en nuestro romance castellano, linaje, y el griego es logos, que quiere decir sermo; y de ahí vino a decirse genealogía, que quiere decir declaración de linaje”. En el caso de Borges, esta declaración de linaje tiene un doble sentido: presentar en sociedad a sus ídolos: Chesterton, Kipling o Stevenson. Esta presentación equivale en el fondo a exponer en una vitrina la biblioteca paterna, a la cual Borges nunca se cansará de rendirle pleitesía. A esos autores, a los autores de su genealogía, siempre permanecerá fiel y esa fidelidad nunca la asumirá como una “culpa” sino como una “deuda”, dándole a esta palabra el pleno sentido nietzscheano.
Desvarío de aristócrata o hábil maniobra de marketing, Borges pone en circulación a sus ídolos literarios para delimitar de paso —como han señalado Beatriz Sarlo, Ricardo Piglia o Sylvia Molloy— las fronteras de su propio territorio, es decir, de ese espacio en el que quiere ser leído ya que considera que su obra solo puede “dialogar” en el interior de esa tradición y no en la tradición mayor o dominante de Marcel Proust, James Joyce o Thomas Mann. Así, los nombres de la genealogía borgeana poco a poco comienzan a escalar posiciones, a posicionarse al lado de los grandes nombres de la época y en algún momento adquieren el estatus de “autores clásicos”. Es lo mismo que hace con la literatura fantástica y el policial, dos géneros populares que se convierten en géneros respetados y, sobre todo, valorados por una “élite culta”. Con todos estos elementos, Borges lleva a cabo su estrategia de posicionamiento.
En el plano crítico también deja sus huellas, tal como se desprende de “Kafka y sus precursores”: “Yo premedité alguna vez un examen de los precursores de Kafka. A este, al principio, lo pensé tan singular como el fénix de las alabanzas retóricas; a poco de frecuentarlo, creí reconocer su voz, o sus hábitos, en textos de diversas literaturas y de diversas épocas”. Que en las obras de los autores que Borges menciona —Zenón, Han Yu, Kierkegaard, Léon Bloy, entre otros— haya “rastros” de Kafka no quiere decir que sean “esencialmente” kafkianos. Dice Borges: “Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de estos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría”.
Síntoma de la visibilidad, Kafka es sin duda el eslabón fundacional (pese a no ser el primero en orden cronológico), el único eslabón de la cadena a partir del cual se puede “sistematizar” el examen de Borges, o sea, la genealogía de Kafka. En este sentido Deleuze puntualiza en Nietzsche y la filosofía: “Genealogía quiere decir a la vez valor del origen y origen de los valores”.
De modo que sin Kafka no hay genealogía. O mejor: sin Kafka no hay genealogía “visible”. ¿No se podría decir algo similar de Borges y sus precursores?