*Invitamos a nuestros columnistas a contarnos de las ideas que defendieron y que, ahora, perciben de manera diferente. Esta columna es parte del especial #CambiéDeOpinión.
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Durante años estuve convencido de que un “aspirante a escritor” solo debía admitir “modelos literarios” (la juventud es una lenta intoxicación que conduce a este tipo de convencimientos). Por eso mis lecturas eran exclusivamente literarias: Robert Walser, Franz Kafka, Bruno Schulz, etc. Con los años las cosas cambiaron. Y ahora creo que cualquier “aspirante a escritor” debería admitir —sobre todo— “modelos extraliterarios”. Al fin y al cabo, escritores como los que nombré arriba pueden convivir en mi caso con un escuadrón de sociólogos, cineastas, filósofos, arquitectos, teólogos, compositores, etc. Sin duda, no tienen en conjunto ningún rasgo común, salvo haber sido fieles a sí mismos: Sócrates se tomó la cicuta en vez de dejar de ser lo que había sido o Robert Schumann siguió componiendo a pesar de tener una enfermedad mental; una especie de preludio, en realidad, de aquel salto desde un puente, justo antes de que ingresara a un hospital psiquiátrico en Endenich, cerca de Bonn, donde moriría el 29 de julio de 1856.
La vida de Luis Antonio Calvo no es menos ilustrativa. Calvo, el gran Luis A. Calvo, nació en Gámbita, Santander, el 28 de agosto de 1882. Entre los siete y los nueve años acudió con frecuencia a la iglesia parroquial de Gámbita en la cual se limitó a ser un observador más de los movimientos del sacristán en el teclado del armonio. En las tardes, cuando regresaba a su casa, repetía o intentaba repetir los mismos movimientos. Más adelante su familia se trasladó a Tunja. Calvo tenía diez años y trabajaba con dedicación en la banda departamental como músico platillero. En sus ratos libres estudiaba el bombardino, el violín y el piano. Y tocaba el bombo.
A los 23 años llegó a Bogotá en busca de una mejor formación musical y al cabo de unos meses entró a la Academia Nacional de Música, donde llegó a estudiar una variedad de instrumentos, entre esos el chelo. En 1916 tuvo una serie de manifestaciones cutáneas en la región posterior del tórax: algunas manchas, algunos tubérculos. El médico Federico Lleras Acosta, tras un frotis de mucosa nasal, le anunció que tenía el bacilo de Hansen. En otras palabras: Luis A. Calvo había contraído la lepra.
De modo que se retiró de inmediato al leprocomio de Agua de Dios, un lugar que algunos historiadores llaman Ciudad Martirio. Allá, según varios testimonios, lo quisieron mucho: era cordial, le gustaba tocar el piano y les daba clases de música a los jóvenes leprosos. Alguna vez, ante la solicitud de su médico de cabecera para que tocara el “Intermezzo N.º 1”, o sea, “la pieza más conocida del maestro”, Calvo, en una muestra de sensibilidad, lloró.
En algún momento de la historia patria, por una de esas leyes geniales, a los leprosos se los autorizó a “reintegrarse” a la sociedad, pero el gran Luis A. Calvo (ya curado) no tardó en desestimar la ley y permaneció en el leprocomio hasta su muerte, a las 3 de la tarde, el 22 de abril de 1945. Sus últimas palabras fueron: “El final… Un final que nunca acaba”.
No sobra decir en este punto una cosita: el problema fundamental de un “aspirante a escritor” o de un escritor a secas nunca ha sido cómo se debe escribir sino más bien cómo se debe vivir.