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Cervantes era un mal poeta: “Serenísima reina, en quien se halla / lo que Dios pudo dar a un ser humano; / amparo universal del ser cristiano, / de quien la santa fama nunca calla (…)”. Mal poeta era, digo, y me quedo corto: “Yace donde el sol se pone, / entre dos tajadas peñas, / una entrada de un abismo, / quiero decir, una cueva / profunda, lóbrega, escura, / aquí mojada, allí seca, / propio albergue de la noche, / del horror y las tinieblas”. Muy mal poeta era, digo, y me quedo muy corto: “Cuando dejaba la guerra / libre nuestro hispano suelo, / con un repentino vuelo / la mejor flor de la tierra / fue trasplantada en el cielo; / y, al cortarla de su rama, / el mortífero accidente / fue tan oculto a la gente / como el que no ve la llama / hasta que quemar se siente”. En concreto, como queda dicho, Cervantes era un mal poeta: no tenía buen oído, o sea, era sordo.
Sordo y terco. Y tal vez por eso bastante prolífico: sonetos, romances, sonetos en honor a sus amigos, canciones, sonetos en honor a sí mismo, redondillas, nuevos sonetos, etc. De este material ingente casi nada le permitió acceder a un lugar honorífico en el Olimpo de la poesía española: Marcelino Menéndez y Pelayo no incluyó ni un poema en ninguno de los dos tomos de la Antología de poetas líricos castellanos, José Manuel Blecua incluyó tres poemas (dos páginas) en los dos tomos de Floresta de la lírica española y Elías Rivers incluyó cinco poemas (seis páginas) en Poesía lírica del Siglo de Oro. Como poeta, tal parece, poco y nada, sobre todo en comparación con sus contemporáneos, sin duda los mayores representantes de la poesía en lengua española de todos los tiempos. Pero como novelista no tuvo ni tendrá rivales de peso; al fin y al cabo es el artífice de El Quijote.
Este artefacto narrativo no solo se despliega y repliega sobre sí mismo, sino también postula en esa misma oscilación un género, la novela, o mejor dicho, la “novela cervantina”, cuya influencia formal se extenderá hasta 1857, el año en que Flaubert publica Madame Bovary. Así se cierra —en teoría— el ciclo evolutivo de la “novela cervantina”, lo que no quiere decir que la influencia de Cervantes se haya agotado. Por el contrario: cada día parece mucho más vigente. Y la vasta legión de epígonos desperdigados por la vasta geografía de las letras universales (¿acaso la mayoría de las “novedades literarias” no son de un modo u otro puras “variaciones cervantinas”?) sería una prueba irrefutable de su vigencia.
Dicho esto debo decir una cosa más: Cervantes no fue el gran prosista de su época (Quevedo fue superior, o Gracián, en cualquiera de sus “tratados”, o en especial en su novela El Criticón, fue superior), aunque las “flaquezas” de su prosa les permitieron a sus personajes imponerse a la tiranía del estilo. A la hora de elegir (los cuatro personajes principales de El Quijote, incluyendo a Rocinante, están fuera de concurso) yo me quedaría con el licenciado Vidriera, un personaje que no tiene por cierto una opinión favorable de los poetas: “Replicáronle que por qué decía aquello. Respondió que del infinito número de poetas que había, eran tan pocos los buenos, que casi no hacían número”. Razón tiene el honorable Vidriera.

Por Luis Fernando Charry
