En una carta dirigida a Dawson Scott, una de sus amigas más cercanas, la escritora inglesa Charlotte Mew (1869-1928) dictaminó: “Solamente tenemos en este mundo media hora; hagamos lo que podemos”. Mew hizo lo que pudo. En su infancia hizo de entrada una rigurosa dieta de jugo de limón a pesar de las terribles advertencias familiares. Por fortuna no adelgazó como todos temían. Y siguió creciendo. El cuerpo (siempre) delgado, el pelo (siempre) corto. ¿Una antítesis de la reina Victoria? Sin duda, diría yo. En cuanto a la moda, Mew solo tenía a los 14 años dos opciones: un vestido color marrón con una cruz de oro para los domingos y un vestido de cuadros blancos y negros con una cadenita y una cruz de plata para el resto de la semana. Así se vestía en las fiestas familiares en las cuales se mantenía al margen de las conversaciones. Por lo general el tedio la consumía y para contrarrestarlo se limitaba a tocar en el piano unas piezas dulzonas sin el frenesí de su amado Wagner.
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De sus obsesiones de la adolescencia muchas prevalecieron en su imaginario: un ataúd bajo el umbral de una puerta, un barco hundiéndose sin producir ningún sonido, el tañido de las campanas de la iglesia, el estruendo de los ventarrones, la luminosidad de la luna, la fascinación por el blanco y el rojo, y la presencia de las ratas en la vigilia: “Recuerdo una tarde de una primavera pasada / Entraba por una puerta, salía de un carro y encontraba / Una gran rata muerta en el barro del camino. / Recuerdo haber pensado: viva o muerta, una rata era algo dejado de la mano de Dios, / Pero al menos, en mayo, incluso una rata debería estar viva”. Como apunta Penelope Fitzgerald en Charlotte Mew and Her Friends —un estudio biográfico con una exquisita selección de poemas—, Mew nunca pudo desterrar el cuerpo erizado de las ratas de su trabajo literario.
Rebelde y progresista, Mew también escribió poemas y cuentos sobre manicomios, cementerios, casas victorianas pobladas de personajes solitarios o de parejas al borde de la locura. En 1894 colaboró en el segundo número de The Yellow Book, una de las revistas más prestigiosas de la época, en la que colaboraron Henry James, John Davidson, Ella D’Arcy. D’Arcy sería uno de sus grandes amores; la relación se caracterizó sin embargo por incontables altibajos (una constante en todas sus relaciones).
En medio de los torbellinos amorosos, Mew se escapó a París (la experiencia fue desastrosa ya que el francés no era lo suyo) y volvió desconsolada a Londres. Se aferró en los siguientes tres años al silencio: ni una línea de poesía, ni un artículo, ni un cuento. Resucitó en las veladas de lectura de The Poetry Bookshop. Por esos días la nueva edición de The Farmer’s Bride seguía dándole visibilidad en el mundillo literario londinense; entre los admiradores de su obra ya se encontraban Joseph Conrad, Virginia Woolf, Ezra Pound.
El 24 de marzo de 1928, deprimida por la muerte sucesiva de su madre y de su hermana Anne, Charlotte Mew pidió permiso para salir del asilo de ancianos en el que permanecía recluida, compró una botella de desinfectante y al regresar a su habitación se sirvió media botella en un vaso y se despidió del mundo.