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A algunos escritores no les gusta dejar rastros de sus pasiones. Por eso meten debajo de la alfombra un arsenal de citas y referencias e incluso de horrores sintácticos propios de quienes han aprendido a leer en varios idiomas (incluyendo el español, aunque el español parece a veces su segunda o tercera lengua). A otros escritores, en cambio, no les interesa borrar esos rastros de sus pasiones. Y por eso dejan sobre la mesa un arsenal de citas y referencias e incluso de invenciones sintácticas propias de quienes han aprendido a leer en varios idiomas (incluyendo el español, aunque ese español parece a veces otra lengua). De los primeros, mejor ni hablar; y de los segundos, mejor hablar de Borges.
Diestro en el trajín de leer en la letra diminuta de las enciclopedias, Borges se convirtió en el gran “erudito” de la contemporaneidad. Pero como señala Alan Pauls en El factor Borges, esa clase de erudición pasa por otro lado: “‘Soy un hombre semiinstruido’, ironiza Borges cada vez que alguien, hechizado por las citas, los nombres propios y las bibliografías extranjeras, lo pone en el pedestal de la autoridad y el conocimiento. Una cierta pedantería aristocrática resuena en la ironía, pero también una pose de poder, el tipo de satisfacción que experimenta un estafador cuando comprueba la eficacia de su estafa. Y la estafa consiste, en este caso, en la poderosa ilusión de saber que Borges produce manipulando una cultura que básicamente le es ajena. Cultura de enciclopedia (aunque sea la ilustre Britannica), esto es: cultura resumida y faenada, cultura del resumen, la referencia y el ahorro, cultura de la parte (la entrada de la enciclopedia) por el todo (la masa inmensa de información que la entrada condensa). En más de un sentido, por sofisticadas que suenen en su boca las lenguas y los autores y las ideas forasteras, Borges —la cultura de Borges— se mueve siempre con comodidad dentro de los límites de un concepto Reader’s Digest de la cultura”.
Este mismo método vibra en su sistema narrativo compuesto en esencia de citas. Y allí, como sostiene Sylvia Molloy, este aspecto se complejiza: “Las dificultades que propone todo intento de clasificar la erudición de Borges, según pautas tradicionales, parecerían indicar que las citas, referencias y alusiones reclaman en su texto una interpretación nueva. Como occidental culto, Borges habría podido contentarse con citas argumentales; como inquisidor de esa misma cultura occidental, habría podido utilizar, irónicamente, sólo citas ornamentales. El hecho de que sus citas y referencias no sean ni lo uno ni lo otro, que no refuercen el texto ‘desde afuera’ pero que tampoco lo decoren, que se muevan en una perpetua insatisfacción —materia misma de la obra borgeana— y que, conscientes de esa insatisfacción que las engendra y que a la vez engendran en el lector, se obstinen en multiplicarse y repetirse, muestran que están animadas por un espíritu diferente”.
En Borges el cúmulo de citas no solo opera como requisito indispensable de la narración sino —sobre todo— del desenlace de la historia. Así, la cita se transforma en un mecanismo digresivo que permite llegar al punto final.
