El espacio interior

Luis Fernando Charry
18 de junio de 2022 - 05:30 a. m.

Hay en el desarrollo de la poesía modernista hispanoamericana una cierta fascinación por el espacio interior, un espacio que vendría a ser, de acuerdo con Walter Benjamin y su ya celebérrima cartografía espiritual del París del siglo XIX, “el asilo donde se refugia el arte”. Esta fascinación por los espacios interiores poblados de objetos, objetos de lujo que por su naturaleza tienen un “valor” (valor mercantil, valor de cambio), consolida el advenimiento del “coleccionista” benjaminiano. Al respecto del intèrieur de Benjamin, Rafael Gutiérrez Girardot afirma: “Para el burgués, el espacio de vida entra en contraposición por primera vez con el lugar de trabajo. El primero se constituye en el intèrieur. La oficina es su complemento. El burgués, quien en la oficina tiene en cuenta la realidad, pide del intèrieur que lo distraiga en sus ilusiones (…). Para el burgués, este constituye el universo. En él reúne la lejanía y el pasado. Su salón es un palco en el teatro del mundo”.

El artista moderno está de golpe en una encrucijada. Y para salir airoso tiene la obligación de transformarse en un ser “anfibio” (término hegeliano que tal vez habría enfurecido a Schopenhauer), o sea, en un ser que tiene que vivir en dos mundos contradictorios: el mundo (público) de la oficina y el mundo (privado) del hogar. Así los caracteriza Ángel Rama: “Centenares de implementos —cortinas, alfombras, muebles, espejos, cuadros, lámparas, bibelots de todo tipo, aunque mayoritariamente importados y productos de una técnica más refinada— colman el espacio interior sin dejar un solo resquicio. El significado de esta acumulación se patentiza en relación con las paredes desnudas del taller, al austero cuero del bufete del abogado, a la fealdad de la oficina pública (…)”.

La mayor consecuencia de esta oposición no es la desproporción decorativa sino más bien la optimización del “tiempo”. En efecto, el artista (el poeta) se ve obligado a invertir “su” tiempo en un campo en el cual nunca podrá encontrarse o reencontrarse ya que las exigencias del mundo público lo obligan a realizar tareas de supervivencia antiartísticas por las cuales recibirá una recompensa económica (no en vano Pedro Salinas llamará la atención sobre la “faceta periodística” de Rubén Darío y los “efectos nocivos” en su obra poética). Dicho de otro modo: el dinero garantiza bienestar y al mismo tiempo paraliza o ilegitima la labor artística.

Con todo, el repliegue en el intèrieur se convierte en un modelo de conducta. En A contrapelo, de Huysmans, se lee: “Ahora le interesaba simplemente organizar, para su propia satisfacción personal y no ya para asombrar a los demás, un interior confortable, decorado no obstante de una forma especial, procurando obtener una instalación ingeniosa y tranquila, adaptada a las necesidades de su futura vida de soledad”. Es posible que ningún poeta modernista hispanoamericano desaprobara los anhelos del héroe modélico de la novela de Huysmans; al fin y al cabo, aquella configuración privada de un “teatro del mundo” hecho a la medida de sus deseos no solo le permitiría “producir” sino “coleccionar” otras obras de arte idóneas para poblar —con refinado gusto— el espacio interior.

Luis Fernando Charry

Por Luis Fernando Charry

Escritor, periodista y editor

 

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