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Vidriera, el licenciado Vidriera: un personaje, o mejor, un estado mental en crisis, a punto de colapsar en esa zona fértil, entre la comedia y la tragedia, como muchos otros de los grandes personajes de Cervantes. Vidriera, claro, tiene al comienzo otro nombre: Tomás Rodaja. Y no está loco todavía. Un día, dos estudiantes lo ven durmiendo bajo un árbol mientras pasean por la orilla del Tormes en compañía de un criado. El criado se acerca y lo despierta. Los estudiantes le preguntan de dónde es. Rodaja no se acuerda (o no quiere acordarse); tampoco se acuerda (o no quiere acordarse) del nombre de sus padres. Luego le preguntan si sabe leer. Rodaja dice que sí. Y también sabe escribir. (Leer y escribir: dos verbos peligrosos en manos de Cervantes ya que suelen ser el detonante de la locura).
Con el tiempo, Rodaja se va a Salamanca: “Su principal estudio fue de leyes; pero en lo que más se mostraba era en letras humanas; y tenía tan felices memoria, que era cosa de espanto; e ilustrábala tanto con su buen entendimiento, que no era menos famoso por él que por ella”. Durante esos años de estudio lee con disciplina marcial y, en algún momento de distensión, emprende un viaje por Flandes, Francia e Italia, conoce las ruinas romanas y bebe muy buen vino. Al volver a Salamanca está dispuesto a triunfar en las esferas académicas, pero sucumbe ante la tentación y bebe un membrillo y se enloquece y se convierte en el licenciado Vidriera.
Entonces la narración entra en una segunda etapa donde la locura, como una especie de salvoconducto, no solo transforma a Vidriera en un proscrito ambulante, sino también le permite decir lo que quiere y desvirtuar los valores de una sociedad mezquina e ignorante: maestros de escuela, alumnos (o “mocosos” con apariencia de “ángeles”), príncipes, grandes señores, pintores, libreros, ladrones, amos, criados, arrieros, boticarios, médicos, jueces, poetas, sastres, zapateros, tenderas, pasteleros, titiriteros, etc.
Loco, inofensivo, lúcido, Vidriera tiene la armadura apropiada: “(…) cuando andaba por las calles, iba por la mitad dellas, mirando a los tejados, temeroso no le cayese alguna teja encima y le quebrase. Los veranos dormía en el campo al cielo abierto, y en los inviernos se metía en algún mesón, y en el pajar se enterraba hasta la garganta, diciendo que aquélla era la más propia y más segura cama que podían tener los hombres de vidrio”.
El vidrio le otorga sin duda una doble ventaja: puede ver “mejor” que los demás y los demás pueden reflejarse en él (en un nivel superficial, el cuerpo de Vidriera es en realidad el espejo de una sociedad en descomposición). ¿Aunque quiénes son los locos y quiénes son los cuerdos? Y, a todas estas: a quién le importa.
Vidriera, el licenciado Vidriera, prosigue su tarea de “corrección social” hasta que un religioso de la Orden de San Jerónimo lo “cura”. ¿De qué? ¿Es acaso la locura una enfermedad o es más bien la cordura? En cualquier caso, se despliega la tercera etapa; no son más de dos páginas en las cuales el licenciado Vidriera se convierte en el licenciado Tomás Rueda y se marcha a Flandes a perder en el campo de batalla, lo que no ha podido ganar en el campo de las letras.
