Entre los grandes poemas de Quevedo sobre la muerte —“Represéntase la brevedad de lo que se vive”, “Pierdes el tiempo, muerte, en mi herida”, “Todo tras sí lo lleva el año breve”, “Conoce la diligencia con que se acerca la muerte”, “Enseña a morir antes”, “Salmo III”, “Salmo IX”, “Salmo XVII”, “Salmo XVIII”—, sin duda “Salmo XIX” ocupa un lugar preferente en el escalafón de los especialistas o de los aficionados. (En un tiempo, claro, esta distinción entre especialistas y aficionados no tendrá ninguna relevancia: la poesía, como producto editorial, está en vías de extinción; en Colombia, sin ir tan lejos, ¿cuántos libros de poesía se publican cada año?).
En este soneto, entonces, reaparecen los tradicionales motivos poéticos: la vida, el paso del tiempo, la muerte. Aunque aquí están inscritos de un modo incisivo en la edad del cuerpo: “¡Cómo de entre mis manos te resbalas! / ¡Oh, cómo te deslizas, edad mía! / ¡Qué mudos pasos traes, oh Muerte fría, / Pues con callado pie todo lo igualas!”. Refinada abstracción de la fatalidad, las manos intentan revertir en vano el orden del proceso: no hay marcha atrás una vez el “reloj de la vida” se ha puesto en marcha. Como bien apunta Charles Marcilly: “(…) Quevedo afirma la percepción de su ‘yo’ como una multiplicidad de ‘habiendo sido’ arrastrados por la corriente de una vida que no tiene singular sino en abstracto, al igual que el tiempo solo tiene continuidad en la matemática de los astros. Lo que cuenta entonces es el hombre de carne y hueso”. O mejor dicho: el cuerpo, el cuerpo donde hay vida, el cuerpo donde aún no hay muerte.
De ahí el siguiente reclamo: “Feroz de tierra el débil muro escalas, / En quien lozana juventud se fía; / Mas ya mi Corazón del postrer día / Atiende el vuelo, sin mirar las alas”. Vendrá (“escalará”) la muerte a llevarse la vida pese a la lozanía del cuerpo, invalidando de golpe la premisa de que la juventud anula la muerte. Este reconocimiento temprano de la muerte subraya una dificultad mayor: no es fácil “convivir” con la muerte en la batalla diaria. Al fin y al cabo ya hay un día prefijado, del cual el corazón será acaso el único testigo: un testigo mudo e improductivo. ¿Qué puede decir? ¿Qué puede hacer? “Cualquier instante de la vida humana / es un nuevo argumento que me advierte / cuán frágil es, cuán mísera, y cuán vana”. Los tres adjetivos del verso final —“frágil”, “mísera”, “vana”— resaltan la indefensión de la vida ante el acecho de la muerte.
Dice Montaigne: “Quien ha aprendido a morir, ha desaprendido a servir. La vida nada tiene de malo para aquel que ha entendido bien que la privación de la vida no es un mal”. En ese mismo pasaje Montaigne evoca una anécdota iluminadora: cuando los egipcios organizaban un gran banquete, tenían la costumbre de traer el esqueleto de un hombre para que sirviera de advertencia a los comensales. Por supuesto, no era una broma de mal gusto destinada a arruinar la fiesta ni mucho menos un purgante capaz de acelerar el ciclo digestivo: el esqueleto, como símbolo mortuorio por excelencia, servía de recordatorio: la muerte en cualquier momento puede llegar, incluso en los momentos de mayor placer.