La importancia de los grandes artistas solo se debería juzgar por el tiempo que tardan en ser reconocidos. Francisco de Aldana (Nápoles, 1537-Marruecos, 1578) pasó más de tres siglos en el olvido a pesar de que en algún momento, en otra de esas ironías de la historia, fue alabado por Cervantes y Quevedo. (Esas alabanzas tuvieron sin duda un efecto contraproducente: a los locos y a los poetas, como todo el mundo sabe, nunca les hacen caso). A principios del siglo XX, gracias a la labor de un puñado de críticos, la valía de la obra Aldana al fin se impuso. En síntesis, dejó tres “grandes” poemas, es decir, tres poemas “perfectos”, pero la “Epístola a Arias Montano” sigue siendo considerada su obra maestra.
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Compuesta en tercetos encadenados con tintes de la “Epístola a Boscán” de Garcilaso de la Vega (más algunos destellos de ética aristotélica), la “Epístola a Arias Montano” retoma varias líneas temáticas de la vida retirada de Fray Luis de León. En principio, claro, el deseo de distanciarse de los otros: “Pienso torcer de la común carrera / que sigue el vulgo y caminar derecho / jornada de mi patria verdadera; entrarme en el secreto de mi pecho / y platicar en él mi interior hombre, / dó va, dó está, si vive, o qué se ha hecho”.
Esa ruta está en oposición a su proyecto individual y de paso lo aleja de su “patria verdadera”. Por eso se encamina hacia otro lugar: “Es bien verdad que a tan sublime cumbre / suele impedir el venturoso vuelo / del cuerpo la terrena pesadumbre. / Pero, con todo, llega al bajo suelo / la escala de Jacob, por do podemos / al alcázar subir del alto cielo; / que, yendo allá, no dudo que encontremos / favor de más de un ángel diligente / con quien alegre tránsito llevemos”. El ascenso del cuerpo se presenta en esta instancia como un impedimento, aunque podrá sortearlo gracias a las bondades de una escala y a la oportuna intervención de un ángel. En definitiva, esta intervención denota la posibilidad de un encuentro divino: “Digo que puesta el alma en su sosiego / espere a Dios, cual ojo que cayendo / se va sabrosamente al sueño ciego, / que al que trabaja por quedar durmiendo, / esa misma inquietud destrama el hilo / del sueño, que se da no le pidiendo”.
Al final del ascenso el alma se encuentra en un estado de armonía, de manera que puede inducir a otro tipo de estados: “En fin, Montano, el que temiendo espera / y velando ama, sólo éste prevale / en la estrecha, de Dios, cierta carrera. / Mas ya parece que mi pluma sale / del término de epístola, escribiendo / a ti, que eres de mí lo que más vale; / a mayor ocasión voy remitiendo, / de nuestra soledad contemplativa, / algún nuevo primor que della entiendo”. Este último tramo del poema no solo subraya el valor de la amistad hacia su amigo Montano sino también el valor de la “soledad contemplativa” en el proceso de transformación interior. Al mismo tiempo se cristaliza la experiencia divina en la cual el alma –sola– está en alianza con Dios, y todo lo accesorio –el cuerpo maltrecho, la contemplación de los mares, el desprendimiento de una innumerable colección de males terrenales– se encuentra ahora suspendido en un tiempo anterior a la conversión mística.