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Es posible que el amor haya sido el tema más persistente en la literatura medieval española. Al principio se manifestó en los trovadores y juglares: ante el rechazo de la mujer amada, la insatisfacción se convertía en el principal motivo de inspiración. De eso hay suficientes muestras en las cantigas, donde el amor no correspondido recorre cada composición como un leitmotiv de despecho, de abandono, de locura. Este estado de desmesura emocional se consolida en la ficción, ya que el amor no correspondido se vuelve un intenso pretexto literario a través del cual los personajes pasan de la docilidad al descontrol. ¿Cuántas obras se podrían citar? Muchas, sin duda. Por razones de espacio, solo voy a comentar dos “casos clínicos” que a lo mejor habrían hecho las delicias de Freud.
En Cárcel de amor (1492) de Diego de San Pedro el “amor enfermo” tiene un propósito didáctico. Por eso saltan a la vista los efectos que produce la enfermedad en el cuerpo (la contemplación de la amada es el detonante), cuyo síntoma inicial se presenta cuando la posesión no se consuma. A partir de ahí surge una “cadena lógica” de desequilibrio: el enamorado pierde la razón, actúa sin voluntad y deja que las normas del enajenamiento rijan sus días. Por lo general, no hay salvación: lo inalcanzable (la belleza de la amada es un ideal de la perfección) nunca ha estado al alcance de la mano. Entonces solo se puede anhelar la liberación, o sea, la muerte, en especial la muerte trágica. Si hay amor hay muerte: tal parece ser la consigna de la ficción medieval.
Aparte de una serie de géneros representativos de la época —narración sentimental, poesía amorosa cortesana, comedia humanística—, en La Celestina (1499) de Fernando de Rojas reaparece el viejo motivo de las cantigas. De alguna manera el eco de aquellas historias amorosas marcadas por las frustraciones o la distancia enmarcan la obra. Esta vez, sin embargo, los temas propios de las cantigas se actualizan gracias a la intervención de un tercero, un tercero que no solo funciona como una especie de “puente irónico” en el camino del amor (sin los onerosos favores de la Celestina, Rojas no estaría añadiendo nada nuevo al universo de las narraciones sentimentales de la época), sino también como una figura que vitaliza un elemento, muchas veces abstracto, que se denomina sociedad: con su conducta (ejemplar o reprobable, es lo de menos), la Celestina hace posible el pacto carnal entre dos personajes que pertenecen a distintas clases sociales y se convierte en una especie de “puente irónico” que permite que todos los miembros de una sociedad estratificada —rufianes y nobles, rameras y doncellas— puedan convivir en armonía.
Si bien a primera vista las diferencias sociales imponen ciertas jerarquías, lo cierto es que las pasiones carnales invalidan la estratificación propia de las castas. O para decirlo de un modo un poco más enfático: el sexo es lo único que puede humanizar a toda la sociedad. Así, el amor se confunde a menudo con la lujuria (no está mal que así sea, supongo) y por eso al final el juego se vuelve tan peligroso que termina muchas veces en tragedia.
