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Infancia, tiempo y olores

Luis Fernando Charry

22 de febrero de 2025 - 12:05 a. m.
“Flotan, en medio de un paisaje casi siempre brumoso, las sombras de esa ciudad infamante llamada Bogotá”: Luis Fernando Charry
Foto: Jose Asuncion Silva

¿Qué representa la infancia en la obra poética de José Asunción Silva? Sin duda se trata de una etapa formativa donde surgen los primeros intentos por capturar la belleza. Pero estos intentos no se llevan a cabo en el ámbito de la literatura sino de la pintura y, de alguna manera, prefiguran la totalidad de su obra poética. En efecto, sus deficiencias como pintor juegan a su favor en la cristalización de su poesía, en la cual el contraste de colores se refleja a menudo contra un sombrío fondo de penumbra. Es una recurrencia en los ambientes interiores: patios, salones, cuartos. Un ejemplo, el poema “Taller moderno”: “Por el aire del cuarto, saturado / de un olor de vejeces peregrino, / del crepúsculo el rayo vespertino / va a desteñir los muebles de brocado. / El piano está del caballete al lado / y de un busto del Dante el perfil fino, / del arabesco azul de un jarrón chino / medio oculta el dibujo complicado. / Junto al rojizo orín de una armadura / hay un viejo retablo donde, inquieta, / brilla la luz, del marco en la moldura. / Y parecen clamar por un poeta / que improvise del cuarto la pintura / las manchas de color de la paleta”.

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Es común encontrar en la obra poética de Silva un aire enrarecido por el encierro, por la periódica constatación del paso del tiempo. En este poema, el aire del taller está cargado por el inminente deterioro de las cosas, cuya cristalización poética se efectúa a través del contacto olfativo: si lo viejo huele, huele “mal”, o, incluso, “hiede”.

El aire cargado de vejez está a su vez cargado por la luz crepuscular. Y esa incorporación luminosa (la luz entra y sacude y afecta las cosas) se encamina a “balancear” la textura cromática donde antes se insinuaba el predominio de cierta lobreguez. Entra la luz, esa luz de tonalidades poco constructivas o enaltecedoras, y degrada la integridad de los muebles mientras se perfilan los demás objetos: un piano, un caballete, un busto de Dante, un jarrón chino. En conjunto, se trata de un breve repertorio de lujo o de inequívocas muestras de refinada educación intelectual que decoran cada costado del “cuadro” antes de coincidir con otro reflejo de luz. Es en esta instancia que los presagios de deterioro se confirman: el orín ya ha horadado la armadura, a lo mejor por una mezcla de abandono, de humedad, o por la corruptibilidad intrínseca de las cosas. En los versos finales hay un llamado al poeta. O mejor: un llamado de Silva a sí mismo. Al fin y al cabo, el cúmulo de elementos compositivos se asemeja a una tranquilizadora ofrenda dispuesta a detener (o reconstruir) el tiempo.

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Fatalista sentimental, pintor malogrado, dandy sarcástico, políglota feroz, Silva se empeña en hacer del sinsentido de la vida un motivo poético recurrente. Ante la imposibilidad de adaptarse a la realidad inmediata opta por emprender una recuperación de la infancia, de ese tiempo sin tiempo al que solo puede volver a través de periódicas ensoñaciones donde flotan, en medio de un paisaje casi siempre brumoso, las sombras de los objetos viejos, de las personas que ya no están, de esa ciudad infamante llamada Bogotá.

Por Luis Fernando Charry

Escritor, periodista y editor
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