El poeta Jorge Manrique, como muchos de sus contemporáneos españoles, fue un hombre diestro en el manejo de las armas. A los 24 años participó en la famosa batalla del castillo de Montizón. Luego pasó una temporada en una prisión en Baeza. Por entonces ya había acuñado una consigna de guerra acorde a su carácter beligerante: “Ni miento ni me arrepiento”. Con el tiempo hizo parte de las tropas de los reyes de Castilla. En la guerra contra Juana la Beltraneja, Manrique se destacó en el campo por sus audacias con la espada, aunque no tuvo la misma suerte en una maniobra ofensiva en Cuenca, en las inmediaciones del Castillo de Garcimuñoz, donde lo hirieron de gravedad. Sobre este episodio hay otras versiones; pero los cronistas y especialistas al menos coinciden en una cosa: Jorge Manrique murió el 24 de abril de 1479 en Santa María del Campo Rus.
Un par de años antes había escrito su obra maestra: Coplas por la muerte de su padre. El poema —una elegía de clásico corte medieval— tuvo una justificación: exaltar el talante heroico de su padre, Rodrigo Manrique, diestro también en el manejo de las armas y menos diestro en los entramados de la dramaturgia y la poesía. Así, la muerte del padre se convierte en uno de los temas del poema: “Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando, / cuán presto se va el placer, / cómo, después de acordado, / da dolor; / cómo, a nuestro parecer, / cualquiera tiempo pasado / fue mejor”.
Por supuesto, el poema gira a su vez alrededor de otros motivos poéticos. Con razón Pedro Salinas, en su estudio sobre Manrique, se anima a calificarlo como “una constelación de temas”, entre los que sobresalen el paso del tiempo, la fortuna o la mala fortuna, el frenesí del deseo: “Ved de cuán poco valor / son las cosas tras que andamos / y corremos, / que, en este mundo traidor / aun primero que miramos / las perdemos: / de ellas deshace la edad, / de ellas casos desastrados / que acaecen, / de ellas, por su calidad, / en los más altos estados/ desfallecen”. De este modo la muerte adquiere otra dimensión en el trasfondo del poema. Dice Salinas: “Me parece que se entienden las Coplas mejor mirándolas como una poesía de lo mortal en vez de como una poesía de la muerte. La muerte, como se muestra al final del poema, no es más que una actora o ejecutora de esa ley de la mortalidad”.
En la misma línea de Salinas van las palabras de Cernuda: “La muerte no es algo distinto de la vida, es parte integrante de ella, cuya perfección misma se logra en la muerte, sin la cual la vida no tendría más sentido que un ocioso juego de luces y sombras”. De ahí que en una de las estrofas finales se lea: “‘No tengamos tiempo ya / en esta vida mezquina / por tal modo, / que mi voluntad está / conforme con la divina / para todo; / y consiento en mi morir / con voluntad placentera, / clara y pura, / que querer hombre vivir / cuando Dios quiere que muera, / es locura’”. La muerte, en definitiva, se presenta como parte de un lento proceso de perfeccionamiento del cual el individuo nunca podrá constatar el resultado final.