El 5 de febrero de1937, en la revista El Hogar, en una de las llamadas “biografías sintéticas”, Borges escribe: “Más que la obra de un solo hombre, el Ulises parece la labor de muchas generaciones. A primera vista es caótico; el libro expositivo de Gilbert —James Joyce’s Ulysses, 1930— declara sus estrictas y ocultas leyes. La delicada música de su prosa es incomparable”. El 16 de junio de 1939, a raíz de la publicación de Finnegans Wake, Borges proclama en esa misma revista: “Es indiscutible que Joyce es uno de los primeros escritores de nuestro tiempo. Verbalmente, es quizá el primero. En el Ulises hay sentencias, hay párrafos que no son inferiores a los más ilustres de Shakespeare o de sir Thomas Browne. En el mismo Finnegans Wake hay alguna frase memorable. (Por ejemplo, esta, que no intentaré traducir: Beside the rivering waters of, hither and thithering waters of, night). En este amplio volumen, sin embargo, la eficacia es una excepción”.
Estas apreciaciones tendrán más adelante otro matiz. El 14 de octubre de 1962, en una de las más de 2.000 comidas en la casa de Bioy Casares, Borges se anima a decir: “Cómo un hombre con talento puramente verbal, como Joyce, no comprendió que lo que no debía escribir era una novela. Ojalá que la fama de Joyce pase, porque es de veras una calamidad: idiotiza a los escritores y aun los induce a imitaciones lamentables. Muchas veces me es imposible dialogar, por los elogios del Ulysses y del Finnegans que hacen mis interlocutores, y sobre todo por su tranquila certeza de que comparto su entusiasmo… ¿Y por qué esas mismas personas que admiran el Ulysses admiran esos cuentos sentimentales y estúpidos de Dubliners?”. Unos seis años más tarde, en Cambridge, Borges escribe un poema titulado “James Joyce”, incluido en Elogio de la sombra junto con otro poema titulado “Invocación a Joyce”, cuyos últimos versos son meritorios: “Qué importa nuestra cobardía si hay en la tierra / un solo hombre valiente, / qué importa la tristeza si hubo en el tiempo / alguien que se dijo feliz, / qué importa mi perdida generación, / ese vago espejo, / si tus libros la justifican. / Yo soy los otros. Yo soy todos aquellos / que ha rescatado tu obstinado rigor. / Soy los que no conoces y los que salvas”.
De la aprobación a la desaprobación, de la condena a la indulgencia: así es la “lectura” que Borges hace de Joyce. ¿Pero qué más delatan esos extremos críticos? Inicialmente, una cierta intención desafiante e irónica. Como bien señala Gutiérrez Girardot: “La «crítica literaria» de los Textos cautivos es una invalidación de la crítica literaria profesional, hecha con profesionalidad ejemplar; es una demostración lúdica de que en un universo regido por el azar y el juego, equivalentes al sueño, la literatura y la crítica son azar y juego”. Dos palabras, “azar” y “juego”, en las que poco o nada se suele reparar a la hora de juzgar su obra ya que se da por descontado que allí prevalece la asfixiante densidad filosófica de las ideas. (Es el mismo malentendido que se ha tejido alrededor de la obra de Kafka y del adjetivo kafkiano). “Azar” y “juego”: dos claves del universo borgeano. Sin eso no habría espacio para la parodia ni la ironía.