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La obra de Franz Karfka (1883-1924) está destinada a resistir el asedio de sus biógrafos y críticos (y de sus lectores, muchos de los cuales se asoman por primera vez a su obra en la adolescencia, es decir, en esa etapa, por lo general, fatídica o, en el mejor de los casos, no apta para leer a Kafka ya que esa “lectura adolescente” motiva, al cabo de un tiempo, una serie de fantasías o trastornos: el menos grave se reduce a hacerles creer a esos “lectores adolescentes” que algún día ellos también podrán ser escritores o, mejor dicho, podrán ser como Kafka. Pero cuando piensan en “ser” como Kafka no piensan en “vivir” como Kafka sino en “escribir” como Kafka, de modo que en el momento en que deben afirmar su identidad sale a flote el efecto, por lo general fatídico, o, en el mejor de los casos, no apto para mayores, de esa “lectura adolescente”: decenas de pastiches de insufrible futilidad).
Decía que la obra de Kafka resiste cualquier asedio. Y siempre sale inmune. En una época lejana (no pretendo elaborar un catálogo exhaustivo) sorteó con éxito algunas pruebas: Kafka de Max Brod (albacea elegido por Kafka para destruir toda su obra, Brod resolvió a última hora preservarla para convertirse por derecho propio en el primer “biógrafo oficial”); Franz Kafka: Una vida de escritor de Joachim Unseld (un divertimiento un poco extremo solo para aficionados dispuestos a perderse en el cotejo de fechas, títulos, editores, tirajes, etc.); Kafka: Por una literatura menor de Gilles Deleuze y Felix Guattari (no creo que nadie, ni siquiera Barthes o Blanchot o Adorno o Benjamin, haya hecho una lectura más lúcida); Conversaciones con Kafka de Gustav Janouch (una joya, en la misma estela de Paseos con Robert Walser de Carl Seelig, en la que los ejercicios de natación y de contabilidad, los gustos literarios y los percances de salud avivan la hoguera de las confesiones); El otro proceso de Kafka de Elias Canetti (una exploración, con ojo clínico, a la intimidad de esos cinco años de correspondencia compulsiva entre Kafka y Felice Bauer, y que se podría complementar con la lectura del epistolario de Kafka a su primer editor, el afamado Kurt Wolff).
En estos últimos veinte años, claro, también ha sorteado otras pruebas: Kafka de Pietro Citati (un estudio centrado en las “manías” de la creación literaria; por ejemplo, la inconclusión, acaso el rasgo formal por excelencia de la obra kafkiana, y sobre el que aludió en profundidad Klaus Wagenbach en su ensayo canónico de mediados del siglo pasado); o, ya para cerrar con broche de oro, un gran monumento siamés de Reiner Stach: Kafka (2.368 páginas divididas en dos tomos) y ¿Éste es Kafka? (336 páginas con 99 hallazgos, o sea: una especie de coda o ironía sobre todo lo que Stach no alcanzó a decir en Kafka, del cual, por cierto, yo aún no he salido y, como están las cosas, no sé si saldré).
Después de esta sobredosis a lo mejor algunos querrán otras distracciones. Yo les recomiendo una: Los dibujos (2021). Al parecer contiene “toda” la obra del artista Franz Kafka, incluyendo material inédito. ¿Será verdad? No creo: en unos años otros “hallazgos” saldrán a la superficie editorial. Kafka es interminable e irreductible.

Por Luis Fernando Charry
