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Kurt Tucholsky se negó a perpetuar el legado de sus mayores —una familia judía de comerciantes berlineses—, y antes de cumplir los 18 años se fue de la casa con la pretensión de ganarse la vida escribiendo. Tenía, por fortuna, una gran facilidad de palabra o, si se me permite decirlo desde una aproximación clínica, una enfermedad crónica que lo aquejaría hasta su muerte: grafomanía: peligrosa e incurable, ya se sabe, aunque en este caso tendría, como bien apunta el crítico Marcel Reich-Ranicki, ciertas particularidades positivas: “Sería absurdo, desde luego, confundirlo con quienes sienten la absoluta necesidad de decir algo porque no tienen nada que decir y querrían, además, ver impresos a toda costa sus excesos verbales. El problema del escritor Tucholsky no era que tuviese poco sino mucho que decir”.
Esta fiebre lo obligó a recurrir a una serie de seudónimos (cuatro en los periodos en que la grafomanía se agudizó) con los cuales inundó revistas y periódicos: reseñas de obras teatrales o de novedades literarias, folletines, crónicas de viaje, sátiras, artículos de opinión sobre los inconvenientes históricos del cristianismo, del comunismo, del fascismo. Al mismo tiempo escribía poemas con un amplio repertorio temático, y en sus ratos de esparcimiento, matizados por lo general por fugaces crisis psicológicas, escribía en un santiamén letras de canciones exclusivas para cabarets. De este material ingente hay un par de libros reveladores: Entre el ayer y el mañana, una selección de artículos recopilada por Mary Gerold, su segunda esposa, y Germany? Germany!: a Kurt Tucholsky Reader de Harry Zohn.
Tucholsky escribió a su vez diarios y cartas en proporciones industriales, y a sus destinatarios siempre los bombardeó sin piedad: algunas amantes prefirieron dejarlo por puro cansancio. Este mismo mecanismo de defensa lo adoptaron algunos admiradores adolescentes como Werner Voldtriede: unos días después de haberlo conocido, sin haber terminado de responder aún la primera carta que Tucholsky le había enviado, ya tenía una decena en el buzón. Tucholsky también se dejó tentar por la escritura de monólogos (previa estadía de un año en un banco como para curarse, según dijera, de la grafomanía), y de ahí cayó en las garras de la ficción: El castillo de Gripsholm (1931).
Aunque pareciera recrear en la superficie un idilio amoroso, El castillo de Gripsholm es, en el fondo, un juicio a la modernidad, por un lado, con sus múltiples alienaciones (la oficina, el jefe, las fronteras, los museos, las vitrinas), y, por el otro, a Berlín: una ciudad a punto de caer en manos de los nazis. En la novela —la única que escribió y de la cual se han vendido hasta la fecha más de 750.000 ejemplares en Alemania—, el tren parte de Berlín a Suecia, donde Tucholsky se exilió ante la persecución: los grandes jerarcas del nazismo no solo le habían quitado la ciudadanía, acusándolo de ser “uno de los pornógrafos más malvados de la literatura alemana”, sino también habían quemado sus libros en la plaza pública. Deprimido, solo, enfermo, el 20 de diciembre de 1935 se tomó una sobredosis de pastillas para dormir. Tenía 45 años. Su muerte sería incluida en las estadísticas de suicidio.

Por Luis Fernando Charry
