La decadencia literaria de Michel Houellebecq presupone la existencia de un antecedente glorioso. En efecto, tres de sus primeras novelas —Ampliación del campo de batalla (1994), Las partículas elementales (1998) y Plataforma (2001)— fueron un succès d’estime: traducciones, premios, grandes ventas y la alabanza de la crítica especializada en este tipo de fenómenos. (Sus siguientes novelas —demasiado largas o demasiado cortas— transitaron por la misma senda, con un agravante: son malas o muy malas o pésimas). Estas circunstancias no tardaron en encumbrarlo a la cima más alta del paisaje literario. A unos les pareció inmerecido; a otros, merecido. En cualquier caso, son tres novelas buenas (o corrijo: muy buenas) a pesar del indisimulado catálogo de influencias: El extranjero de Camus, La náusea de Sartre, la trilogía novelística de Beckett, los “Seis cuentos morales” de Éric Rohmer, los guiños recurrentes a Schopenhauer, a Nietzsche, entre muchos otros.
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Como en todas las novelas de Houellebecq, la trama es casi accesoria y solo tiene importancia el modo en que el narrador-protagonista escarba en las grietas de la vida moderna. Ampliación del campo de batalla recrea el desmoronamiento de un ingeniero de sistemas, avejentado ya a los 30 años, esclavo de un trabajo que se ha convertido en una fuente inagotable de hastío: “Las relaciones humanas se vuelven progresivamente imposibles, lo cual reduce otro tanto la cantidad de anécdotas de las que se compone una vida”. Y unas páginas adelante: “Esta progresiva desaparición de las relaciones humanas plantea ciertos problemas a la novela. ¿Cómo acometer la narración de esas pasiones fogosas, que duran varios años, cuyos efectos se dejan sentir a veces en varias generaciones?”.
En Las partículas elementales el hastío vital reaparece. Esta vez la angustia, el sinsentido, la irritación, el resentimiento se presentan desde una doble perspectiva: Michel y Bruno, un par de hermanastros. Sus días giran alrededor de grandes dosis de pornografía, de racismo, de sexo, de misoginia. De estas diversiones solo se libran en los largos paseos por los pasillos iluminados de los supermercados, aunque al volver a la casa el malestar se recrudece: a media luz, en silencio, por lo general solos, comen sin ganas (la dieta se basa en comida lista para calentar en el microondas) y se acuestan a dormir. A veces aparece una mujer o una amante ocasional. Pero todo sigue igual.
Plataforma, por su parte, reactualiza las ansiedades de la modernidad. Su protagonista, otro funcionario gris, está seguro de que el amor o la búsqueda del amor lo salvará. Así, mientras la utopía amorosa se destiñe, resuelve escaparse a uno de esos paraísos del turismo sexual. Ahí empieza lo mejor. ¿O lo peor? En esta novela, por lo demás, el narrador en ocasiones describe con elegante crudeza a otros personajes: “Una vez me dijo que si hacía tanto deporte era para embrutecerse, para no pensar: yo estaba convencido de que había logrado vivir toda su vida sin hacerse una sola pregunta sobre la condición humana”.
Con este dictamen sobre el padre del protagonista termina la primera parte del examen de la trayectoria literaria de Michel Houellebecq.