Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Lanzarote (2000), la tercera novela de Michel Houellebecq, pone en aparente fricción dos pulsiones en apariencia contemporáneas —el aburrimiento y el sexo—, las cuales ya estaban presentes en sus primeras novelas aunque sin la imaginación desbordante de un pornógrafo prejuicioso o de un promotor de viajes exóticos. Estas pulsiones se podrían exponer de un modo conventual: el aburrimiento, en exceso, es malo. ¿Cómo se cura? Con un poco de sexo. Pero el sexo, en exceso, es malo. ¿Cómo se cura? Con un poco de aburrimiento. (John Updike, maestro a la hora de estilizar estas pulsiones, en alguna parte dijo: El sexo es como el dinero: solo en exceso es suficiente). En el plano ficcional, esta deliciosa paradoja de película porno casera sirve de detonante: un narrador, hastiado de la vida, está seguro de que la última noche del año —1999— será igual de desastrosa a las noches de los años precedentes. Por eso se marcha a una isla en las Canarias.
Recién aterriza, el hastío se convierte en voyerismo: no solo de ruinas sino de cuerpos, en especial de un par de alemanas un poco promiscuas y de un inspector de policía un poco simplón. Aparte de la tentativa de un ménage à trois entre estos personajes llanos, la novela tiene fotos en colores, como los antiguos catálogos turísticos (fueron tomadas por el propio Houellebecq, pero por desgracia solo se ve la superficie de la isla), y una subtrama de ciencia ficción (otra de las debilidades de Houellebecq, lector precoz de Lovecraft) en la que una secta confía en los poderes de los extraterrestres para remediar los males de la humanidad. Son 120 páginas, aclaro. Y todas, incluyendo el apéndice, se pueden leer a su vez como el prólogo de tres novelas posteriores: Plataforma (de la que salió muy bien librado), La posibilidad de una isla (de la que salió muy mal librado) y Serotonina (de la que nunca salió).
La posibilidad de una isla (2005) es una parábola futurista. Sin rastros de la humanidad, la vida gira ahora alrededor de dos clones, Daniel24 y Daniel25, cuyo mayor pasatiempo consiste en leer el diario del modelo original: Daniel1. Con una frecuencia megalomaníaca (la parábola comprende 440 páginas), Daniel1 se autodefine como un “humorista cáustico”. Aunque su humor, en gran parte dependiente de la crueldad, carece de gracia. Eso mismo se podría decir de Florent-Claude Labrouste, el narrador de Serotonina (2019), filósofo de cantina, consumidor de antidepresivos y experto en fracasos. Su vida ha sido en esencia triste, salvo esa aventura con dos muchachas en una bomba de gasolina (otro potencial ménage à trois) o el hallazgo de unos videos de su novia japonesa (goza por igual con un grupo de jóvenes o con un grupo de perros). ¿Estrafalario? ¿Sexy? ¿Hilarante?
En una entrevista Michel Houellebecq dijo: “Empiezo las novelas con humor, pero me canso rápido”. Sus tres novelas restantes —El mapa y el territorio (2010), Sumisión (2015), Aniquilación (2022)— empecé a leerlas con humor. Pero me cansé rápido. ¿Me estaré perdiendo de algo? No creo. Houellebecq nunca ha sido el mejor escritor contemporáneo francés. Y su obra seguirá siendo inferior a la obra de Le Clézio, de Modiano o de Mathias Énard.
