Siempre ha sido intrascendente en las discusiones literarias la distinción entre hechos ficticios y reales. Dice Juan José Saer: “(…) por el solo hecho de existir todo relato es verídico, y si se quiere extraer de él algún sentido basta tener en cuenta que, para obtener la forma que le es propia, a veces le hace falta operar, gracias a sus propiedades elásticas, cierta comprensión, algunos desplazamientos y no pocos retoques en la iconografía”.
¿Qué es ficticio? ¿Qué es real? Viejas preguntas retóricas sobre las cuales no habría nada más que decir, sobre todo porque son dos categorías que van acompañadas por términos equivalentes: ficticio = falso, real = verdadero. Si se parte de esta equivalencia, entonces se parte de un error moral, ya que la equivalencia contiene una carga moralizante que intenta presentar lo ficticio (falso) como una categoría “inferior” de lo real (verdadero). Así, lo ficticio se desvirtúa, se degrada, pierde su riqueza, cede ante la arrogancia hegemónica de lo real.
Ricardo Piglia problematizó estas cuestiones sobre los hechos ficticios y reales de un modo innovador. En “Mata-Hari 55” —un cuento que forma parte del libro “La invasión” (1967)— se lee en la nota preliminar: “La mayor incomodidad de esta historia es ser cierta. Se equivocan los que piensan que es más fácil contar hechos verídicos que inventar una anécdota, sus relaciones y sus leyes. La realidad, es sabido, tiene una lógica esquiva; una lógica que parece, a ratos, imposible de narrar. Frente al riesgo de violentarla con la ficción, he preferido transcribir casi sin cambios el material grabado por mí en sucesivas entrevistas. La lealtad del Grundig W2A portátil sirve como testigo de la verdad de este relato que me fue referido, por primera vez, entre el atardecer y la medianoche de un día de verano, en el Bar Ramos de Corrientes y Montevideo”. Y la nota va acompañada por las iniciales R. P. ¿Esto quiere decir que todo —la entrevista, la grabación, la transcripción y los hechos— es real?
Plata quemada (1997) —la novela policial de Piglia sobre una serie de hechos reales que hicieron las delicias de los cronistas del Río de la Plata en los años 60— incluye en las páginas finales un epílogo un poco más problemático, cuya primera frase no se debería prestar a equívocos: “Esta novela cuenta una historia real”. Sin duda, se trata de un mecanismo persuasivo: la historia sobre esos hechos reales está en el centro de la trama, pero las licencias poéticas son casi tan numerosas como las demandas de los familiares de los implicados por daños y perjuicios (de las cuales Piglia salió bien librado, ya que los jueces al parecer eran aficionados a la ficción rioplatense). A favor de Piglia se podrían citar un par de líneas de Borges y yo, de Jorge Luis Borges: “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas”. Y también: “(…) yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica”.
En definitiva, los hechos ficticios y reales no son opuestos ni se contraponen, y solo obedecen a las leyes intrínsecas del arte narrativo. Es decir: lo ficticio (falso) y lo real (verdadero) solo deben ser “creídos” como verdad.