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No creo que se haya hablado mucho de esto en los confesionarios (y mucho menos en la semana de pasión que está a punto de terminar, en la cual los creyentes se liberan de ciertos pecados como quien paga una deuda), así que vale la pena recordarlo ahora: el catolicismo ha tenido en su historia numerosos incidentes de terror. Es natural, claro: el terror ha sido siempre un aliado de cualquier doctrina, en especial de una doctrina tan terrorífica como la religión católica, cuyos preceptos (en teoría, al menos) se fundan en el amor. ¿No parece entonces un contrasentido que el amor y el terror sean parte del mismo credo? ¿Acaso no dicen (en teoría, al menos) que hay “acercarse” a Dios sin temor?
Vayamos, si les parece, a la historia. En concreto, a la Edad Media española, donde la religión católica tuvo un papel determinante en la formación del caballero medieval. En el Libro de la orden de caballería, Ramón Llull sostiene: “Al principio conviene preguntar al escudero que quiere ser caballero si ama y teme a Dios; pues sin amar y temer a Dios ningún hombre es digno de entrar en la orden de caballería”. El caballero medieval debía además despreciar las tradiciones populares: “Si escucha a juglares que cantan o hablan de obscenidades y de pecado, desde el primer momento comienza a deshonrar y a menospreciar la orden de caballería”. De modo que entrar a la orden de caballería era como entrar al reino de los cielos, con el agravante de que el caballero podía dejar en la entrada un grandioso reguero de sangre.
Vayamos, si les parece, a las obras. En concreto, al Amadís de Gaula, el artefacto narrativo que sintetiza con mayor eficacia la figura del caballero medieval. Aquí el viejo tópico de la caballería resurge en virtud de la imaginación de Rodríguez de Montalvo —miembro de la clase dominante y apasionado de las armas— y el afán de lucha se instaura desde las instancias de poder. De ahí que los torneos y las justas no solo sean un mero espectáculo cortesano (en el que, por cierto, se resaltan en apariencia las virtudes heroicas del caballero), sino también un mecanismo político para mantener en pie de guerra el espíritu social de la época. Por eso no resulta del todo extraño que otro de los elementos presentes en el Amadís de Gaula sea la antigua tradición artúrica, cuyo fin se reduce a trazar de un modo vigoroso la constitución del caballero, del “mejor” caballero, del caballero dotado con rasgos humanos, dispuesto por el azar de la vida terrenal para sobrellevar los embates de la guerra y del amor. De estos embates hay muchas secuencias memorables, pero acaso la más inquietante sea la secuencia de Esplandián: después de salir airoso de la prueba de la espada (prueba en la que, dicho sea de paso, su padre había fracasado), se encarga de poner a salvo a su abuelo Lisuarte y de matar a Arcaláus, el enemigo acérrimo de Amadís. Desde luego, eso solo es un atisbo de otro triunfo, o sea, de la conquista de la Montaña Defendida.
Con el Amadís de Gaula se podría decir que surge un nuevo héroe. Y ese héroe, en definitiva, condensa las tradiciones literarias de la Edad Media y los horrores del catolicismo en la sociedad.
