Cada año o cada trimestre o cada quincena (y en un futuro no tan lejano, es decir, en unos seis meses, gracias a la intervención divina de la inteligencia artificial y otras maravillas de estos tiempos, será a lo mejor cada semana o cada día) se publican incontables estudios de carácter científico sobre los incontables perjuicios de la soledad. Según los hallazgos, todos de índole negativa, “la soledad no deseada” o “el aislamiento social” son tan perjudiciales para la salud como la diabetes, el tabaquismo, la obesidad, el estrés, la contaminación. De la lectura de estos estudios —el último que leí se publicó en Nature Human Behaviour— se podría deducir lo siguiente: el hombre es un ser sociable; por lo tanto no debe aislarse; el aislamiento propicia trastornos, enfermedades, muerte prematura; la plenitud del hombre está en la vida en sociedad. Ningún estudio cita al menos una vez el Emilio, de Rousseau, ni mucho menos hay en una nota al pie una cita trillada de Voltaire o Maquiavelo. Y está bien que así sea.
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Yo, por lo pronto, me acuerdo de una cita de Montaigne: “(…) Séneca aconseja a Lucilio, personaje poderoso y de gran autoridad ante el emperador, que cambie su vida de placer y pompa, y que se retire de la ambición mundana a una vida solitaria, tranquila y filosófica (…)”. De los tres adjetivos, el más significativo es “filosófica” ya que alude a una vida ideal para “cultivar el pensamiento”, aunque para “cultivarlo” se debe renunciar a una serie de placeres. Esta renuncia sería el paso inicial a la hora de confrontar las ideas: en la soledad, en paz, con tranquilidad, se podría filosofar. En este sentido, ¿filosofar equivale a pensar? ¿Pensar equivale a vivir? ¿Se vive para pensar o se piensa para vivir? Y si se asume este modo de vida, ¿qué tipo de vida sería? (No estaría de más aclarar en este punto que una cosa es una “vida buena” y otra cosa una “buena vida”).
En aquel consejo de Séneca, al que se refiere Montaigne en otro pasaje de sus ensayos, se perfila a su vez un conflicto que ha sido parte de la cultura clásica (Aristóteles, por ejemplo, ya lo había tratado en Política) y del Renacimiento, y se podría reducir a la pugna entre “el interés particular” y “el interés público”. Sin duda, esta pugna pone en evidencia el papel de la soledad en el proceso de “reconocimiento”. Dice Montaigne: “Ciertamente, el hombre de entendimiento nada ha perdido si se tiene a sí mismo”. Y también: “La cosa más importante del mundo es saber ser dueño de uno mismo”. Y más adelante: “No has de buscar más que el mundo hable de ti, sino cómo has de hablarte a ti mismo. Retírate en tu interior, pero primero prepárate para acogerte; sería una locura confiarte a ti mismo si no te sabes gobernar”. En definitiva, al margen de la vida social palpita el descubrimiento-reconocimiento personal y se instaura al mismo tiempo un diálogo privado a través del cual se constatan otras cuestiones como el paso del tiempo o la proximidad de la muerte. ¿Acaso pensar en estas cosas, con frecuencia, en la espesa soledad de la noche (me parece de mal gusto hacerlo en un bautismo o en una parranda vallenata o en un matrimonio) va en detrimento de la salud mental?