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Arno Schmidt escribió para radio una serie de ensayos sobre Charles Dickens, las hermanas Brontë, James Joyce, entre muchos otros de sus héroes literarios en lengua inglesa, y una serie de obras teatrales cuyo fin se reducía a presentar a varios autores alemanes ninguneados por la crítica. De la vasta nómina de autores que tradujo del inglés, cabe destacar a Hammond Innes, Peter Fleming, Stanislaus Joyce, James Fenimore Cooper, Wilkie Collins, William Faulkner o Edgar Allan Poe. También tuvo tiempo para escribir una biografía sobre la Motte Fouqué. Y entre una cosa y la otra escribió una obra radical –cuentos, novelas cortas, novelas–, de la cual sobresale Los hijos de Nobodaddy, una trilogía compuesta por Momentos de la vida de un fauno, El brezal de Brand y Espejos negros.
En 2012, cuando estas novelas aparecieron por primera vez en español en un solo volumen, Juan Goytisolo celebró el acontecimiento en un artículo titulado “Así suena la cólera de Dios”: “La poética del autor de la trilogía está en las antípodas del relato momificado por el canon realista del siglo XIX: centra su acento en la prosa, una prosa vehiculada en un presente de indicativo abierto a la sorpresa y la discontinuidad, a horcajadas sobre ella y una poesía de orfebre que teje el relato con imágenes de sorprendente plasticidad (‘mi pensamiento discurría serpenteando como largas y negras medias mojadas’ o ‘el resplandor de la luna se hizo más agudo, más claro, como si fuera un profeta que anunciara la inminente aniquilación de los astros’)”.
Esas imágenes se concentran en fragmentos; y la “disposición fragmentaria” establece un tenue principio novelístico. Con razón Julián Ríos, en el prólogo de Los hijos de Nobodaddy, cita a Novalis: “La forma de escribir una novela no debe ser un continuum; debe ser una estructura articulada en cada periodo. Cada fragmento debe ser algo separado –delimitado–, un todo válido por sí mismo”. Sin duda, las tres novelas de Schmidt tienen en común este principio, aunque al calificarlas de “novelas” se les estaría restando cierto impulso transgresor.
Así, Momentos de la vida de un fauno recrea la cotidianidad de Düring, un oficinista que, a pesar de sus escarceos sexuales al aire libre (todo permeado por el incesante rencor hacia su padre), pasa sus días entre archivos estatales; El brezal de Brand se interna en las penurias de un escritor que se recluye en una aldea para evocar algunas vejaciones del pasado y el porvenir catastrófico de la nación alemana después de perder la guerra; y, en Espejos negros, otro escritor, tal vez el último hombre en la Tierra (imposible no pensar en La amante de Wittgenstein del gran David Markson) se instala en un futuro postapocalíptico y, en medio de destellos de locura, vislumbra los restos de la civilización.
A los llamados “escritores transgresores” nadie les augura un buen futuro o, mejor dicho, todos les auguran un futuro desastroso. Arno Schmidt tuvo un futuro digno de sus mejores libros. Tal vez por eso (o por un error de interpretación) la academia sueca lo nominó al Premio Nobel en 1971. Ese año Neruda ganó. Y Schmidt siguió vendiendo pocos libros hasta su muerte en la miseria.
