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Los museos de Rubén Darío

Luis Fernando Charry

19 de noviembre de 2022 - 12:30 a. m.

La obra temprana de Rubén Darío tiende a rendirles culto a los espacios interiores: salones, estudios, salas, habitaciones, comedores. Sin duda el instante decisivo sería Azul (1888), un libro fundacional en más de un sentido, tanto para Darío como para el modernismo hispanoamericano, en el que esa especie de “obsesión decorativa” se manifiesta en varios cuentos —“El velo de la reina Mab”, “El sátiro sordo”, “La muerte de la emperatriz de China” o “El rey burgués”— y, sobre todo, en la opulencia descriptiva del soneto “De invierno”.

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En “El rey burgués” se lee: “El rey tenía un palacio soberbio donde había acumulado riquezas y objetos de arte maravillosos. Llegaba a él por entre grupos de lilas y extensos estanques, siendo saludado por los cisnes de cuellos blancos, antes que por los lacayos estirados. Buen gusto”. Y más adelante: “¡Japonerías! ¡Chinerías! Por moda y nada más. Bien podía darse el placer de un salón digno del gusto de un Goncourt y de los millones de un Creso: quimeras de bronce con las fauces abiertas y las colas enroscadas, en grupos fantásticos y maravillosos; lacas de Kioto con incrustaciones de hojas y ramas de una flora monstruosa, y animales de una fauna desconocida (…)”.

Se impone en estos pasajes un elenco nada despreciable de flores (mientras más exótica sea la procedencia el efecto será mucho más desconcertante), sirvientes con buenos modales, supuestos alardes de buen gusto y una rara colección de animales (la fauna de Darío, se sabe, nunca se propuso ser de este mundo). Este repertorio de objetos codificados en una esfera fastuosa se pone en evidencia de un modo aún más enfático en los cuartetos iniciales del soneto “De invierno”:

“En invernales horas, mirad a Carolina. / Medio apelotonada, descansa en el sillón, / envuelta con su abrigo de marta cibelina / y no lejos del fuego que brilla en el salón. / El fino angora blanco junto a ella se reclina, / rozando con su hocico la falda de Aleçón, / no lejos de las jarras de porcelana china / que medio oculta un biombo de seda del Japón”.

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Darío parte aquí de uno de los estados más insoportables de contemplación amorosa: el enamorado que contempla a la amada mientras duerme. El marco contemplativo es una nevada parisina a una hora indeterminada: en el salón brilla el fuego —aunque en realidad el brillo ya está dado por la condición suntuosa del espacio— y Carolina duerme en un sillón (uno de esos sillones calcados de los sillones de las novelas de Huysmans) envuelta en un abrigo de “marta cibelina”. Emerge, entonces, el derroche por el tipo de animal de que está hecho el abrigo y por los epítetos no exentos de cierto “valor comercial”. ¿O acaso no sería un pleonasmo obsceno, casi un destello kitsch, calificar a un “gato de angora” con el epíteto “fino”?

Vicios de Darío (o de los modernistas). Este vicio está a su vez en la procedencia de los elementos: “una jarra de porcelana china”, “un biombo de seda del Japón”: el exotismo de Oriente, claro, ya deslumbra tanto a los modernistas como los grandes salones europeos. O como París. Y esta acumulación produce un doble efecto: el espacio interior se convierte en una especie de museo y el artista en un coleccionista amateur.

Por Luis Fernando Charry

Escritor, periodista y editor
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