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Como muchos niños (o como muchos políticos) que han hecho muchas veces la misma travesura sin ser descubiertos ni reprendidos, Mario Bellatin suele jactarse de haber escrito toda su vida el mismo libro. Pero ese libro no es un libro de miles de páginas sino muchos libros de pocas páginas (la cifra exacta, como en el caso de la obra de César Aira, sigue siendo motivo de especulación): Salón de belleza, Damas chinas, El jardín de la señora Murakami, Shiki Nagaoka: Una nariz de ficción, La escuela del dolor humano de Sechuán, Perros héroes, Lecciones para una liebre muerta, El gran vidrio, Retrato de Mussolini con familia, entre otros. En conjunto se podrían leer como “secciones” de un work in progress o de una vasta novela por entregas.
Si yo tuviera que elegir solo una “sección”, tal vez elegiría Canon perpetuo, una “novelita” que gira alrededor del deterioro ya desde el primer párrafo: “Nuestra Mujer vivía en una zona donde la corrosión producida por la sal marina era muy fuerte. El efecto aparecía en los aparatos eléctricos, en las sillas de verano puestas en los balcones y en la estructura general del edificio. La escalera de emergencia se había convertido en un montón de hierros retorcidos, que los inquilinos decidieron poner frente al mar a manera de una gran escultura”. Este deterioro se manifiesta en los elementos de un edificio —mampostería, ventanas, duchas, sótanos, paredes— y también en el cuerpo de la protagonista: “Extendió su cuerpo al sol y se desanudó la bata. Vio una piel blanquecina, con leves tonos azules que la empalidecían aún más. Recordó épocas en que solía mantenerse bronceada. Le molestó la exagerada blancura. Se levantó con fastidio y fue a la cocina por los restos de la lata. Ya no quedaba carne, sólo el líquido donde había estado sumergida. Quizá ver el sol y la blancura de la piel la llevó a pensar que aquel jugo podría servir para tostar su cuerpo”.
La palidez del cuerpo, entonces, resalta un estado de corrosión (el paso del tiempo); pero sería un poco desalentador fiarse solo de este cliché. Al fin y al cabo las latas de 100 gramos de carne no sacian el apetito aunque sí sirven para adquirir un buen bronceado o al menos un bronceado esplendoroso como el que la protagonista tuvo en otras épocas. A partir de este detalle se podría elaborar un ambicioso inventario de carencias: no hay bronceador (hay grasa de carne enlatada), no hay duchas (hay baldes), no hay esculturas (hay un amasijo de hierros), no hay señal legal de radio (hay una herramienta clandestina para sintonizar la BBC). Además hay una carencia afectiva mayor: el hijo y el esposo de la protagonista han desaparecido sin dejar rastro.
El deterioro inaugural refleja a su vez la fascinación de Bellatin por la arquitectura: la disposición de los bloques de edificios, la distribución de los espacios interiores, y, sobre todo, los desplazamientos de la protagonista por un territorio innombrable, entre apocalíptico y futurista, con pálidas resonancias kafkianas (y en este apartado también se podrían mencionar las posibles influencias de Stanislaw Lem o J. G. Ballard). En resumen: un paisaje espectral cuyas ruinas seguirán ardiendo después del punto final.
