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En una época no tan lejana la plana mayor de la intelectualidad hispanoamericana —poetas, narradores, ensayistas— asaltaron las salas de redacción y los periódicos se convirtieron en los cuarteles generales de los llamados “hombres de letras”. Esta dinámica contenía una sentencia tácita de la sociedad: la literatura, en especial la poesía, ya no era necesaria (sobra decir que nunca lo ha sido ni lo será); en cambio el periodismo sí. Con razón Ángel Rama apunta: “Esa trasmutación del escritor en periodista no es nueva. Es parte de la empresa histórica de la burguesía. Los diarios surgen con esta clase y con ella adquieren magnificencia. Más que el libro, ese es su instrumento intelectual y a su servicio pone en América Hispana a los escritores en tanto va forjando por una avance de la especialización a los periodistas propiamente dichos. Es sabido que los poetas no se alegraron con esta transformación; vieron en su trabajo una imposición económica, frecuentemente un mero ganapán, a veces un ersatz de gloria bajo la apariencia de la publicidad volandera que su nombre o seudónimo le conquistaba en el lector”.
Sin duda este cambio puso a los intelectuales en un estado de fricción frente a la sociedad. Y también frente a las reglas del mercado: la escritura de poemas sería “suplantada” por la escritura de artículos o de columnas de opinión. Así, los intelectuales empezaron a invertir su talento en un campo en el cual nunca podrían sentirse involucrados de un modo espiritual; al fin y al cabo eran tareas de supervivencia “antiartísticas” por las cuales recibían una recompensa económica. En otras palabras: la plata les garantizaba el bienestar, pero paralizaba o ilegitimaba su labor artística.
Desde entonces nada ha cambiado: de las toneladas de artículos periodísticos de José Martí a las toneladas de artículos periodísticos de García Márquez (Notas de prensa 1980-1984 sigue siendo la mejor recopilación). Pedro Salinas, que sobrevivió en su momento haciendo traducciones o recluyéndose en la academia norteamericana, llamará la atención sobre la faceta periodística de Rubén Darío y los efectos nocivos en su obra poética.
Muchos años después de Darío, en medio del apogeo de la prensa mexicana, el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob se referiría a sus artículos de prensa como “artículos de primera necesidad”. (Para mayores detalles sobre el pago “por palabra” los curiosos pueden remitirse a El mensajero, la soberbia biografía de Barba Jacob escrita por Fernando Vallejo). En la orilla opuesta de Barba Jacob estaría José Donoso, cuyo libro Artículos de incierta necesidad solo pone en evidencia el placer de escribir por mero amor al arte.
A manera de cierre anecdótico van unas palabras de Antonio Caballero, que en un perfil sobre Eduardo Caballero Calderón dijo lo siguiente: “Hablé al principio de coherencia intelectual. Rondando los ochenta años, y hastiado de tener que escribir exactamente lo mismo todos los días, papá decidió parar. Me dijo: ‘Me doy cuenta de que estoy empezando a decir pendejadas’”.
Por fortuna Eduardo Caballero Calderón se dio cuenta. Y paró. Otros (muchos) seguirán diciendo pendejadas hasta el fin de los tiempos.
