Relecturas y enciclopedias
Luis Fernando Charry
El 26 de agosto de 1979, en una entrevista en La Prensa, le preguntan a Borges qué está leyendo: “No leo; releo. Estoy releyendo los cuentos de la última época de Kipling, que deliberadamente son laberínticos, un poco a la manera de Henry James pero mejor construidos y más creíbles. En los textos de James hay situaciones, pero no caracteres que tengan vida fuera de la situación que los usa; en los de Kipling hay situaciones y caracteres, parejamente vívidos. Estoy releyendo asimismo la Historia de la filosofía occidental, de Bertrand Russell, en la que abundan la perspicacia y la erudición, la ironía y el humor. También suelen releerme los prodigiosos y simétricos cuentos del Libro de las mil y una noches, en la admirable traducción de mi amigo y maestro Rafael Cansinos Assens”.
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El 26 de agosto de 1979, en una entrevista en La Prensa, le preguntan a Borges qué está leyendo: “No leo; releo. Estoy releyendo los cuentos de la última época de Kipling, que deliberadamente son laberínticos, un poco a la manera de Henry James pero mejor construidos y más creíbles. En los textos de James hay situaciones, pero no caracteres que tengan vida fuera de la situación que los usa; en los de Kipling hay situaciones y caracteres, parejamente vívidos. Estoy releyendo asimismo la Historia de la filosofía occidental, de Bertrand Russell, en la que abundan la perspicacia y la erudición, la ironía y el humor. También suelen releerme los prodigiosos y simétricos cuentos del Libro de las mil y una noches, en la admirable traducción de mi amigo y maestro Rafael Cansinos Assens”.
Lector universal condenado a la ceguera, Borges —el lector que “todo” lo ha leído— lee en realidad siempre lo mismo. En esa entrevista aparecen los nombres formativos: Kipling y James, y estos nombres, sumados a los de Emerson, Chesterton, Stevenson o Wells, serán los puntos de referencia, como confiesa en Borges oral, a la hora de explicar su gusto por la relectura: “Emerson coincide con Montaigne en el hecho de que debemos leer únicamente lo que nos agrada, que un libro tiene que ser una forma de felicidad. Les debemos tanto a las letras. Yo he tratado más de releer que de leer, creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído”. Fiel e infatigable, Borges asume en la elección de la relectura un reto adicional: cargar a cuestas el peso de la biblioteca paterna, cargarla hasta el final, como una herencia perturbadoramente encantada (o encantadoramente perturbadora) de la cual nunca intentará librarse ya que en ese contacto inaugural estará cifrada toda su educación sentimental.
Aparte de ese invariable catálogo de nombres propios, en la biblioteca borgeana hay un género afín a su universo ficcional. A Antonio Carrizo le confiesa: “Tengo, ante todo —según dicen mis detractores, que dicen la verdad—, enciclopedias”. Reacio a frecuentar “originales” (nada más ventajoso que “fatigar” los resúmenes en letra casi microscópica), Borges recorre sin pudor las entradas de las enciclopedias en las cuales los límites de la información determinan a su vez el modo de leer (y los efectos de ese modo de leer no solo contaminan su imaginación sino su concepción de la ficción).
En el prólogo de “El jardín de los senderos que se bifurcan”, Borges sentencia: “Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en 500 páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario”. Esta fascinación por la síntesis narrativa se traslada a sus textos literarios, donde cualquier exceso no solo es condenable sino inadmisible. Con razón Alan Pauls, en El factor Borges, apunta: “La enciclopedia es, en ese sentido, el modelo por excelencia del libro borgeano: un libro-biblioteca, es decir: un libro que reproduce a escala, en un formato relativamente portátil, la lógica que gobierna el funcionamiento de una biblioteca”.