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Silva y Baudelaire

Luis Fernando Charry

14 de diciembre de 2024 - 12:05 a. m.

José Fernández, acaso uno de los grandes poetas malogrados de la historia de la literatura colombiana, nombra en un pasaje de De sobremesa a cuatro poetas que, a su juicio, pertenecen a una tradición mayor y a la cual Fernández nunca podrá aspirar a pertenecer. De esos cuatro poetas mayores hay uno que se impone cada vez que llega la hora de emitir un veredicto concluyente: Baudelaire. Por supuesto, hay otros (el índice onomástico de De sobremesa está poblado de poetas mayores); pero Baudelaire siempre prevalece.

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José Asunción Silva dejó a su vez constancia de sus preferencias poéticas. En 1892, en una carta dirigida a Rosa Ponce de Portocarrero desde Bogotá, proclama: “(…) Longfellow, el agua de las fuentes campesinas en que se mojan los helechos y se refleja el cielo, y Baudelaire y Poe, un opio enervante que puebla el cerebro de sombras alucinadoras, entre cuya oscuridad brillan los ojos de lady Ligeia y brillan unas campanas fantásticas, y aletea el cuervo y suenan quejidos de inexplicable angustia”. Estas preferencias reaparecen en muchos poemas —“Vejeces”, “Taller moderno”, “Muertos”, entre otros— con el inocultable influjo estilístico de Baudelaire.

Hay, además, otras similitudes existenciales. De acuerdo con Warren Carrier, Baudelaire y Silva vivieron en ambientes hostiles y no se sobrepusieron a la tortura de ser “artistas incomprendidos” en su propia ciudad, donde por cierto el advenimiento de la cultura oficial se imponía. Por eso huyeron: Baudelaire, a Bélgica; Silva, a Europa. En el plano artístico, el infortunio no los desamparó: la gran “summa poética” de Baudelaire fue censurada; la obra definitiva de Silva se perdió en el mar. También tuvieron dificultades financieras: los endeudamientos de Baudelaire y los fracasos en los negocios de Silva. Es posible que estos antecedentes hayan sido el detonante de una posible locura. Dice José Fernández: “¡La locura!, ¡Dios mío, la locura! A veces, ¿por qué no decirlo, si hablo para mí mismo…?”. Y unas líneas más abajo: “¿Loco…? ¿y por qué no? Así murió Baudelaire, el más grande, para los verdaderos letrados, de los poetas de los últimos cincuenta años (…)”. Aparte de este conjunto de afinidades, conviene mencionar otro rasgo común: la pertenencia a la burguesía.

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En efecto, Baudelaire y Silva son burgueses, pero no los “típicos” burgueses: son los burgueses “excluidos” del circuito burgués. De ahí que sus obras hayan sido silenciadas con eficacia por la propia burguesía. El lector al que Baudelaire se dirigía en Las flores del mal, como Walter Benjamin señala, surgirá en la época siguiente: “El libro que había confiado en los lectores más extraños y que al principio había encontrado bien pocos de ellos se ha convertido en el curso de decenios en un clásico, incluso en uno de los más editados”. A Silva, por su lado, la posteridad también le ha deparado muchas sorpresas: casi treinta años pasaron para que De sobremesa fuera publicada con un tiraje de cincuenta ejemplares y otros treinta para que empezara a ser considerada como parte indisoluble de su pensamiento intelectual. Este gran reconocimiento —tardío, como corresponde— terminó emparentándolo de paso con Baudelaire.

Por Luis Fernando Charry

Escritor, periodista y editor
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