El 18 de mayo de 1922, en París, en uno de los salones del Hotel Majestic, se juntaron en una misma mesa cinco de los genios más irascibles de la época: Stravinsky, Diaghilev, Picasso, Proust y Joyce. Por fortuna la cosa transcurrió sin contratiempos.
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El 18 de mayo de 1922, en París, en uno de los salones del Hotel Majestic, se juntaron en una misma mesa cinco de los genios más irascibles de la época: Stravinsky, Diaghilev, Picasso, Proust y Joyce. Por fortuna la cosa transcurrió sin contratiempos.
Y a lo mejor por eso no ameritó un gran derroche de tinta: Jean-Yves Tadié, en su monumental biografía de Proust (986 páginas), apenas le dedica una página y media; Richard Ellmann, en su monumental biografía de Joyce (887 páginas), apenas le dedica dos páginas, y Richard Davenport-Hines, en A Night at the Majestic. Proust and the Great Modernist Dinner Party of 1922 (358 páginas), escudriña el asunto en las primeras 49 páginas de un libro-homenaje que se lee, en realidad, como la declaración amorosa de un proustiano al borde de un ataque de celos. Con todo, conviene repasar los pormenores de una de las grandes fiestas del siglo XX.
Sus anfitriones fueron Sydney Schiff y su esposa, Violet Beddington. Al margen de los viajes y otros placeres mundanos, Schiff escribió un puñado de novelas y cuentos de corte vanguardista bajo el seudónimo de Stephen Hudson y tradujo en sus muchos ratos de ocio los siete tomos de En busca del tiempo perdido. Idolatraba a Proust. Según el testimonio de varios proustianos impertinentes, Proust era el motivo oculto de la fiesta.
El motivo visible fue sin embargo Stravinsky, cuya première del Zorro, esa misma tarde, había estado a cargo de los integrantes de los Ballets Rusos, la compañía creada y dirigida por Diaghilev. En vista de que otros rusos, muchos exiliados, estarían presentes, Schiff había pensado en ofrecerles algunas exquisiteces eslavas, pero a última hora se decantó por un reconfortante menú proustiano: boeuf à la gelée, poulet à la financière, espárragos (una debilidad de Proust) y muchos otros platos con toneladas de salsa béarnaise. Por desgracia Proust llegó justo después de la comida, vestido de frac, con cara de enfermo terminal. Y Joyce llegó un poco más tarde, a la hora de los postres, muy mal vestido, de muy mal humor, con varios tragos encima.
Se sentaron en la mesa de Stravinsky, Diaghilev y Picasso (Schiff había tratado en vano de convencer a Picasso de que hiciera un retrato de Proust), y por un rato largo permanecieron en silencio. Después hablaron. Pero no mucho: Joyce solo quería hablar de los atributos de las meseras mientras que Proust solo quería hablar de duquesas: “Proust: Ah, señor Joyce, conoce a la princesa… Joyce: No, señor. Proust: Ah, conoce a la condesa… Joyce: No, señor. Proust: Entonces conoce a la señora… Joyce: No, señor”. Se quejaron también de los constantes dolores de estómago (Proust) y de cabeza (Joyce).
A las tres de la mañana se dirigieron al apartamento de Proust. El viaje duró menos de dos minutos aunque fue un poco incómodo: al subirse al taxi Joyce bajó la ventana y encendió un cigarrillo (Proust, asmático legendario, les tenía pavor a los cambios de temperatura). Por supuesto, Schiff le ordenó que botara el cigarrillo, a lo cual Joyce accedió de mala gana. Cuando llegaron a la entrada del apartamento, Schiff se encargó de despachar de un modo diplomático a Joyce. Y Proust y Joyce nunca más se volvieron a ver.