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POR SUPUESTO QUE HABLARÉ DEL discurso. Pero primero, si el lector me lo permite, unas pocas palabras sobre el día de la juramentación.
Washington, D.C. es —de muchas maneras— una ciudad provinciana, aún altamente segregada y ocasionalmente un sitio donde proliferan las sospechas mutuas. Los momentos de ebullición del espíritu cívico pueden contarse con los dedos de una mano. Recuerdo la enorme erupción de entusiasmo espontáneo que llenó las bastante lúgubres calles del centro de la ciudad hace alrededor de un cuarto de siglo cuando los Redskins (pieles rojas) ganaron un módico gallardete en el fútbol americano.
Columnistas de periódicos escribieron que finalmente la ciudad federal estaba adquiriendo un carácter propio. Recuerdo que ante esos comentarios pensé que ese tipo de alarde era en sí mismo bastante patético y deprimente.
La mañana del martes, el 20 de enero, me desplacé en el tren subterráneo repleto de gente. Y después llegué a una plataforma, tan atestada de personas que apenas podía inflar mis pulmones. Y aún así, pensé, a medida que todo el mundo avanzaba pulgada tras pulgada, “nadie lanzó un puñetazo. No hubo una sola cartera robada. Nadie le metió a nadie las manos en los bolsillos”. Y para el final del día, eso se había demostrado. Muchas, muchas manos se habían extendido, a los visitantes y a los ciudadanos, pero ninguna se había alzado con una actitud hostil.
El hecho de que cualquier acción o movimiento necesitaba alrededor de 10 veces de tiempo más que lo usual, esa sensación de andar en cámara lenta, debe haberse agregado al sentimiento del pasaje de los momentos como algo “histórico”.
Ciertamente esta no fue la cotidiana estupidez de la fila por razones de “seguridad” en un aeropuerto, donde el tiempo simplemente es desperdiciado (aunque por supuesto la burocracia policial se las arregla para arruinar el día de muchos ciudadanos con ese tipo de tácticas, sin obtener progreso alguno en la seguridad pública). Fue, más bien, la impresión de tener que ocupar de manera obligada el mismo democrático espacio que todos los demás, no solamente en el Distrito, sino en los Estados Unidos.
Y hubo una gran circunspección. Tal vez sea algo para alardear que por primera vez en Estados Unidos hay una primera familia negra. Pero, cuando menos se haga alharaca, más se apreciará el hecho de su importancia.
La primera cosa para decir sobre la juramentación de Obama, entonces, es que siguió la etiqueta del “understatement” (algo mesurado y muy comedido). Reservada para el propio fin de sus comentarios, y como un preludio a la resonante sentencia de George Washington, el nuevo presidente mencionó al pasar que “hace menos de 60 años” su propio padre “no habría sido atendido en un restaurante local”.
La mayoría de la gente presente no tenía recuerdos que se extendían tanto tiempo atrás. Tampoco nadie alega que el padre de Obama alguna vez fue realmente insultado de ese modo en la capital de la nación. Cuán admirable, entonces, recordarnos un episodio que pudo no haber ocurrido, aunque nosotros ya “sabemos” que era factible. Y al mismo tiempo, qué bueno no transformarlo en un asunto de autocompasión. (Y será un frío día en el infierno, como señaló Michela Wrong en febrero pasado en Slate, antes de que el electorado de Kenia elija a un miembro de la tribu Luo como su presidente electo).
Recuerde el lector que apenas hace unos meses nos decían que el “efecto Bradley” impediría cualquier intento de elegir a Obama. Luego se argumentó que, si el efecto Bradley se demostraba demasiado débil —¿y hubo alguna vez un candidato con un efecto tan débil como el Mayor Tom Bradley?— las máquinas de votar en Ohio serían “arregladas” para alterar los resultados. Cuando eso fue insuficiente como un medio de parar la candidatura de Obama, muchos expertos informales declararon que el hombre sería simplemente asesinado antes de que pudiera instalarse en la Casa Blanca.
Y es por eso que aquello que más me emocionó ese día fue ver a la primera pareja de Estados Unidos avanzando valientemente, con confianza, a lo largo de la Avenida Pensylvania, como si fuera el día de su boda. La aburridora burbuja de la “seguridad”" ciertamente se reformará e incrustará en torno a la elección del pueblo, pero aún así ... Seguramente la totalidad de la ciudadanía merece algún reconocimiento por esto.
Dado el hecho de que fue revisado y completado casi una semana antes de ser dicho, la decisión de Obama de hacer un discurso minimalista debe haber sido deliberada. Él no prometió casi nada, alzó pocas expectativas, mantuvo el tedioso texto modelo (“hemos elegido la esperanza sobre el miedo, la unidad de propósitos sobre el conflicto y la discordia”) en un decente mínimo. En tres puntos, sin embargo, formuló señalamientos que merecen ser amplificados. “Restauraremos la ciencia a su lugar legítimo”, dijo. Y eso intenta, y tengo ciertas razones para creerlo, reforzar o subrayar el énfasis del presidente en el pluralismo religioso y en la inclusión (con unos pocos días previos al bicentenario de Darwin y de Lincoln) de la cifra de “no creyentes” en rápido crecimiento. Que esto haya causado críticas por parte de las vastamente valoradas iglesias negras es en sí mismo un buen signo.
Luego, uno difícilmente pueda elogiar lo bastante el repudio como falso, anexado de Benjamín Franklin incluso si él realmente no lo dijo, de “la opción entre nuestra seguridad y nuestros ideales”. Eso sirvió como cortina inaugural para insistir en los propios ideales. “No nos vamos a disculpar por nuestro estilo de vida, ni fluctuaremos en su defensa. Y para aquellos que buscan avanzar sus objetivos por medio del terror y del asesinato de inocentes, les decimos que nuestro espíritu es más fuerte y no puede ser quebrado; ustedes no nos sobrevivirán y nosotros los derrotaremos”.
El presidente tiene un control mejor del idioma inglés que cualquiera de sus predecesores vivientes y parece seguro que él mismo escribió al menos el 80% del discurso. Es agradable reclamar a personas que aseguran que han escrito en lugar de haber leído. Yo, al menos, estoy deseando hacerlo.
* Periodista, comentarista político y crítico literario, muy conocido por sus puntos de vista disidentes, su ironía y su agudeza intelectual.
