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Nada que lamentar

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Christopher Hitchens
25 de enero de 2009 - 03:00 a. m.
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SÍ, SÍ, YO ESTABA EN LAS CALLES del centro de Washington, brillantes y claras, mezclándome con seres de ojos brillantes y otros que  mostraban asombro. Sí, yo estuve en el boulevard de la capital el domingo pasado en la tarde.

No me sentía más mojado que la persona al lado mío, pero tampoco menos mojado. (Y sentí un extraño nudo en la garganta cuando escuché —es divertido como funcionan estas cosas— la melodía de American Pie). Y sí, también bailé durante los festejos organizados por la revista online The Root, y hasta me sentí levemente ridículo cuando dancé al compás de la música elegida por Biz Markie, disc jockey de la élite negra de la capital.

En otras palabras, no estoy arrepentido de haber dado mi voto a Barack Hussein Obama. Pero, al final de su Presidencia, yo quiero decir por qué es mejor que George W. Bush le haya ganado a Al Gore en 2000 o a John Kerry en 2004.

 En W, una película no demasiado buena pero muy elogiada de Oliver Stone, hay una omisión desapercibida, o mejor dicho un evento que no aparece en la pantalla. El impacto de dos aviones contra dos grandes rascacielos no es mostrado (y se alude a él solamente una vez y de manera muy indirecta). ¿Cuál es la razón? Stone es un crítico de Bush. Y a fin de cuentas, el 11 de septiembre de 2001 Bush no tuvo su mejor momento. Existe el consenso general de que el presidente actuó ese día de manera errática. Y en la tarde de ese día pronunció el peor discurso de su presidencia.

La respuesta, y tengo una razonable seguridad, es que los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 explican la transformación de Bush, un pequeño gobernante conservador bastante indolente, en un político intervencionista en prácticamente todo sentido. La cosa desdichada sobre este análisis, desde el punto de vista liberal, es que deja muy poco espacio para la especulación sobre su edípica relación con su padre, sus frustradas fantasías de venganza contra Saddam Hussein, su alcoholismo previo y todo lo demás de ese tipo. (Y, como Laura Bush es en la película incluso más deseable que la encantadora primera dama en persona, uno se pregunta cómo ese estúpido fue capaz de cortejar y ganarse ese caramelo).

Nunca nos invitan a preguntarnos qué habría pasado si ese otoño los demócratas hubieran estado en el poder. Pero valdría la pena especular por un segundo.

La ley contra el terrorismo de 1996, impulsada a toda velocidad en las dos Cámaras del Congreso por Bill Clinton después del atentado en Oklahoma City, fue correctamente descrita por la American Civil Liberties Union como un terrible retroceso para la causa de los derechos de los ciudadanos. Ante ese precedente y multiplicándolo en función de la proporción, podemos estar bastante seguros de que wiretapping (espionaje electrónico) y water-boarding (la tortura del submarino) se habrían convertido en palabras hogareñas, tal vez con más rapidez de lo previsto. No sé si Gore-Lieberman habrían pensado en usar la prisión militar de Guantánamo. Pero eso, por supuesto, trae una pregunta interesante, ahora que viene un nuevo gobierno: ¿dónde hay que poner a esos peligrosos clientes, reales o potenciales, especialmente desde que ya no es posible usar “the rendition” (deportación a sus países de origen)? Quizás habría existido una desagradable prisión en algún lugar o un lote de prisioneros que no hubieran sido capturados en un campo de batalla.

Podríamos haber evitado la guerra con Irak, aun cuando tanto Bill Clinton como Al Gore habían dicho de manera reiterada y concluyente que era inevitable un enfrentamiento con Saddam Hussein, dado su flagrante desafío a todas las resoluciones relevantes de las Naciones Unidas. Y el inconveniente de eludir una intervención en Irak hubiera sido que un punto clave de la economía mundial seguiría controlado por una psicopática familia de delincuentes que mantenía como personal a su disposición a expertos en armas de destrucción masiva y que financiaba a atacantes suicidas alrededor de la región. En sus entrevistas de despedida, el presidente Bush no fue capaz de decir mucho sobre sí mismo acerca de este punto, pero pienso que el derrocamiento de Saddam Hussein no era algo que la comunidad internacional podría haber postergado durante más tiempo. (Por cierto, la desgracia es que los gobiernos previos no asumieron la responsabilidad de concretar la tarea).

Los obvios fracasos —en particular la arrogancia y locura cada vez mayor de las dictaduras de Irán y Corea del Norte— son al menos fracasos en sus propios términos: el fracaso de no estar a la altura de la retórica original y el fracaso en hilvanar los imperativos de los derechos humanos con los de la geoestrategia y la seguridad. Nuevamente, no tengo claro cómo se habría comportado cualquier administración alternativa. Y el colapso de nuestro sistema financiero tiene sus raíces en un intento, no desafortunado en sí mismo o por sí mismo, de que todos poseyeran una vivienda, incluso los menos pudientes. Así que, la vieja pregunta “¿comparado con qué?” no permite demasiado perifraseo.

Inescapable como lo es, el “¿comparado con qué?” no es una gran defensa. Y tampoco esta columna ha intentado una defensa. Es simplemente que hay un elemento de arrogancia en la actual incitación a la esperanza. Y yo estoy comenzando a sentirme un poco temeroso de cómo estaremos el miércoles siguiente a la juramentación de Obama.

 

*Periodista, comentarista político y crítico literario, muy conocido por sus puntos de vista disidentes, su ironía y su agudeza intelectual.

(Traducción de Mario Szichman). c. 2007 WPNI Slate.

 

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