Sin ánimo alguno de menospreciar los numerosos propósitos sociales de la entrante alcaldía de Gustavo Petro, preocupa que el atropellado arribo del alcalde lo sorprenda sin equipo solvente ni programas contundentes para enfrentar los desafíos que implica la literal reconstrucción de una ciudad que no puede ahora, menos que nunca, depender de retóricas discursivas o de la inercia de tener que soportar en el poder una burocracia distrital evidentemente incapaz.
Preocupa también lo que no se dice, lo que resulta una obviedad o lo que se menciona sólo a medias. La justa indignación frente a las tropelías corruptas y la insolvencia técnica se nutre del descenso notable de la calidad de vida, originado en buena parte en asuntos mantenidos en penumbra, tales como los problemas de la infraestructura y espacio público, la malla vial, el colapso de la movilidad, el inconveniente tratamiento del paisaje urbano, o el replanteamiento radical que demanda la planeación física y ambiental de la ciudad, entre otros.
En algunos, y tempranamente, empezaron las retractaciones, como en el trazado de la primera línea del metro o las apresuradas condenas, como aconteció con las autopistas urbanas, opción delicada que no es responsable dirimir con el peregrino argumento de su presunta contribución al cambio climático.
El silencio resulta atronador frente a asuntos como el aeropuerto, la Carrera Séptima, el plan para “renovar” el CAN, el Sistema Integrado de movilidad, la inaplazable Avenida Longitudinal de Occidente o la trapisonda del Parque del Bicentenario, el cual prosigue su atropello sobre el Parque de la Independencia, en contra de una legión de ciudadanos sensibles, de expertos y de la misma comunidad avasallada.
Rebasar las tentaciones populistas demandará valor y agudeza, cuando es inevitable poner freno a la depredadora arrogancia del IDU, la chapucería del Jardín Botánico, la mala fe del Instituto Distrital de Patrimonio o el inepto provincianismo de la Secretaría de Movilidad.
La inequidad es un desafío estructural e inaplazable, pero tiene su contraparte en la ciudad real y es ella un inevitable escenario de vida para las mayorías. Si bien la obra pública es sagrada, no basta no robar para garantizar eficiencia y dignidad, belleza y permanencia. El urbanismo no es ningún adorno suntuario o innecesario y es un atributo ya reconocido y valorado por el ciudadano.
Su menosprecio, no lo olvidemos, en buena medida contribuyó a una debacle que ojalá concluya y no desborde los frágiles límites de nuestra mala memoria.
Sergio Trujillo