La reciente reunión del G20 decidió implementar una tarifa impositiva mínima mundial del 15 % a las grandes corporaciones internacionales (con ingresos superiores a €750 millones) con el fin de ponerle piso a la carrera hacia el fondo en el cobro de impuestos por parte de los países en su afán de atraer la inversión extranjera. A esta competencia tributaria se suman el aprovechamiento de las oportunidades para la elusión tributaria que contienen los estatutos tributarios de los distintos países y la persistencia de los paraísos fiscales, como lo ilustran los papeles de Panamá y de Pandora. La OCDE calcula el recaudo dejado de percibir por los países en desarrollo en unos US$100.000 a US$240.000 millones anuales, lo que equivale a entre el 4 % y el 10 % del recaudo global de los impuestos a la renta empresarial.
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No es tarea fácil. La pregunta que surge es: ¿sobre cuál base tributaria se calculará ese 15 %? Aun cuando desde el 2013 140 países, incluida Colombia, discuten acuerdos internacionales para establecer reglas comunes y poner en cintura a las grandes empresas que eluden contribuir con su parte a la financiación pública, no es todavía claro que la tarifa convenida aumente los recaudos. De una parte, las múltiples gabelas, exenciones y beneficios que los congresos del mundo han conferido a las empresas hacen que la tasa real o efectiva de tributación se distancie enormemente de la tasa nominal, la que aparece en los textos. De otra parte, nada se avanzó frente a la eliminación de los paraísos fiscales y de sus prácticas opacas que facilitan la evasión de impuestos.
En Colombia —donde la ANDI pregona, siguiendo un indicador ya revaluado del Banco Mundial, que los empresarios tributan el 70 % porque suman tasas nominales del impuesto sobre la renta, los parafiscales y los impuestos locales—, la tasa efectiva, como lo muestran los estudios de Garay y Espitia y también de Villabona de la Universidad Nacional, llega en el mejor de los casos al 15 % para los bancos y solo al 7 % para muchos de los otros sectores económicos. Ya los veremos reclamando que bajen la tasa nominal del imporrenta del 33 % de la última reforma tributaria al 15 % del mínimo mundial. La realidad es que se podría bajar la tasa nominal —pero no tanto—, siempre y cuando se eliminaran todas las gabelas que distorsionan la realidad tributaria de los poderosos del país.
El acuerdo del G20 establece unas pocas y seguramente insuficientes reglas en esa dirección. Una de ellas es el redireccionamiento del 25 % de las ganancias residuales de las grandes corporaciones hacia los países donde se han generado y no solamente al país designado como domicilio, que seguirá siendo un paraíso fiscal o un sucedáneo como el estado de Delaware en EE. UU. Solamente con recursos tributarios aumentados, los gobiernos podrán asumir los dos grandes desafíos contemporáneos: la amenaza existencial de la emergencia climática y la creciente desigualdad que polariza y pone en vilo la gobernabilidad. Por fin los poderosos del mundo empiezan a comprender que los ganadores de la globalización deben pagar impuestos para hacer más ricas a las sociedades.