Duele despedir a un amigo hacia el destino definitivo de la muerte y duele más si ese amigo era librero. Esa ausencia es como sentir a la famosa Excalibur, la espada del rey Arturo, atravesar el corazón humano.
Así me siento desde el lunes 26 de diciembre cuando recibí la noticia del fallecimiento de Mauricio Lleras, propietario de Prólogo Libros en la ciudad de Bogotá y el mejor librero de mi mundo. De sus 70 años de edad tuve el privilegio de ser su amiga los últimos 12, de ser su aprendiz cuando decidí crear Árbol de Libros en Armenia y de ser su cliente. Gracias a Mauricio llegué al universo narrativo de Leonardo Padura, Francisco Goldman, Ota Pavel, Vera Brittain, Amor Towles, T. C. Boyle, entre muchos, y me hizo infinitamente feliz cuando me dijo que me parecía a Petra Hartlieb, la periodista e historiadora que recuperó una antigua librería en Viena, Austria.
Mauricio era generoso con su tiempo para hablar de los escritores que le gustaban y era fascinante oírlo cuando hacía el resumen de los libros que sugería. Era honesto porque no iba a favor de la corriente de las modas de las editoriales y siempre ajustaba sus sugerencias a aquello que verdaderamente le producía una pasión. Cuando llegamos a los horribles tiempos de la pandemia conversábamos mucho e intentaba convencerlo de que hiciera videos haciendo recomendaciones literarias. “No, esa vaina no es para mí”, me decía, hasta que finalmente lo hizo y fue tan atrevido —yo lo tomaba del pelo con eso— que apareció en cámara con el pelo largo, el poquito que le quedaba, ¡ja! Me encantaba cuando se reía con su voz profunda.
Al librero de Prólogo le mandé tantos amigos y familiares como pude y todos, sin excepción, se volvieron fieles clientes por lo que describo. No es fácil ser librero y por eso mismo no es tan común encontrar uno notable en las librerías. Mauricio no sólo vendía libros; tenía un don único para descubrir dos cosas: el alma del autor y el alma del lector. Por algo así es que otro querido librero, Álvaro Castillo, propietario de San Librario, escribió el día de la muerte de Mauricio: “Cuando pensaba en un librero en Colombia, cuando alguien me preguntaba, el primer nombre que se venía a mi cabeza era el suyo, Mauricio Lleras. Era algo instantáneo, automático. Usted era el que más se acercaba a mi idea de librero: memorioso, lector, conversador, generoso, caprichoso, observador y leal”.
La última vez que vi en escena a estos dos libreros grandiosos fue en febrero de 2020 antes de que nos encerraran por la pandemia, en la Feria del Libro del Parque 93, en un encuentro glorioso en el que compartieron con el público las experiencias de su amor por los libros, de los amores (las mujeres) que llegaron gracias a ellos y de lo que significa entregar la vida a ese oficio. Yo los oía y pensaba qué sería de nosotros en Colombia si, en vez de tener con frecuencia en los principales titulares de los medios a malandros de todas las especies, les dieran espacio a personajes como Mauricio y Álvaro. Con seguridad, un poquito mejor sí seríamos.
Un librero, como un músico, un escritor o un pintor, no muere del todo. Queda vivo a través de sus historias y sus silencios, de las portadas de los libros que recomendó y de la convicción que muchos compartimos de creer que una librería es un refugio y un lugar de encuentro mágico. Mi promesa es que mantendré viva su memoria. En mi muerte, espero encontrar a Mauricio en ese más allá incierto con toneladas de libros y miles de anécdotas.
Hasta ese día, querido maestro y amigo librero.
* Periodista.