“Cuando éramos felices pero no lo sabíamos”: ¿han pensado en eso? ¿Han mirado al pasado y luego, en el presente, se lamentan por no haber reconocido un episodio de profunda felicidad? ¿Será que eso puede pasar cuando damos por sentadas tantas situaciones?
El título de esta columna es el que lleva el más reciente libro de no ficción de la escritora colombiana Melba Escobar. Y la frase que le da vida al texto con las historias que ella nos narra la dijo un venezolano que entrevistó en 2018 en Cúcuta, quien compartía con otros migrantes en “el comedor que no era comedor sino un andén en la calle”. Ellos se unieron en la frontera con Colombia para hablar de la tristeza de una Venezuela que algunos ven sólo en ruinas y para pensar también en las ilusiones de una vida distinta.
“Luego entendí que esa frase se ha convertido en una muletilla para los venezolanos. Lo repiten. A veces entre risas, a veces lúgubres. Otras para refutar esta premisa, otras para confirmarla”, escribe Melba luego de explicar qué la motivó a entrar en el mundo de los hombres y mujeres que siguen migrando desde Venezuela hacia Colombia.
El director de Migración Colombia, Juan Francisco Espinosa, aseguró en enero de este año que “Colombia cerró el 2020 con 1’729.537 ciudadanos venezolanos, lo cual quiere decir un 2,35 % menos de lo que teníamos en 2019”, y de ellos el 44 % tiene su situación legalizada. En orden, las ciudades que reciben la mayor concentración de esa población son Bogotá, Barranquilla, Cúcuta, Medellín y Cali. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) de Naciones Unidas asegura que son más de dos millones los venezolanos que han migrado, además de Colombia, a otros países de la región.
Las cifras —a las que les debe faltar otro tanto de ciudadanos sobre los que no hay mayor rastro— demuestran que vivimos rodeados de una tragedia que, como todas las de Colombia, se ha invisibilizado. Los venezolanos que piden ayuda son parte del paisaje que vemos cuando recorremos las carreteras del país, en un semáforo haciendo piruetas o, en el mejor de los casos, atendiendo un lavadero de carros, empacando mercados o sirviendo como obreros.
Otros y otras venezolanas, como Carmen Luisa, le contaron a Melba por qué no huyeron: “Nosotros tenemos la obligación moral de mantener los valores que este gobierno ha destruido”. La mujer que le habló a la escritora afirmó que los grupos de oposición política también son responsables de lo que ocurre “porque les dejamos el país a las personas menos preparadas”. Venezuela solía ser un país destacado en la región como muy culto, “pero este gobierno se ha encargado de acabar con eso y de mantener al pueblo lo más ignorante posible, para así poder dominarlo. Es mucho más fácil dominar a un pueblo ignorante que a un pueblo educado y crítico”.
Difícil no relacionar ese análisis con Colombia.
En nuestro país el desplazamiento ha sido un eje de permanencia histórica desde la fundación de la república hasta el presente y que oscila entre momentos agudos y períodos de relativa estabilidad. Deberíamos ser capaces de ponernos en los zapatos de los venezolanos, dada la cantidad de colombianos que huyeron y siguen buscando otros países porque aquí no hay garantías de seguridad o de empleo. No pasa así.
Y porque no pasa así es que Melba Escobar decidió relatar sus viajes a la frontera y a Venezuela.
Vuelvo al título para dejarles una inquietud puntual: ¿tienen memoria de cuándo fueron felices en Colombia pero no lo sabían?
* Periodista.