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Uno de los personajes que ordenan la agenda de algunos medios de comunicación “puso a pensar” al país —el que es como su finca, el país de un puñado de poderosos, el país que excluye— en el “odio de clases” (lo cual como concepto ya es desatinado), al decir que en Medellín eso no existe. Esto, a propósito del debate sobre Empresas Públicas de Medellín (EPM).
Algunos opinadores apoyaron esa idea con unos ejemplos que, al final, ratificaron que Colombia se odia desde siempre y que el odio sí tiene que ver con las clases sociales. Sin embargo, el ejercicio de fondo no se dio y es el de entender la evolución de las clases sociales que sí nos ha traído una profunda desigualdad. Así que quiero concentrarme ahí, en ese término que, además, lleva una profunda carga de injusticia.
Pensé en un ejemplo sobre la lucha de clases, también sobre el odio y la injusticia, no para hablar sobre Medellín, sino sobre el país que no se oye en las cabinas de radio ni es primera página de los periódicos, salvo si protagoniza una tragedia: las empleadas del servicio doméstico.
He estado haciendo entrevistas para contratar a una persona que ayude en nuestra casa con ese oficio y he encontrado lo siguiente: son mujeres humildes de Armenia y Circasia (Quindío), que no sabían que el servicio doméstico debe ser remunerado con un salario mínimo legal vigente y que es obligación del empleador pagar cesantías, vacaciones, caja de compensación y aportes para la salud, pensión y riesgos laborales. Cuando les hablé de la planilla de seguridad social, ninguna entendió qué era eso. Menos estaban enteradas de que la Ley 1788 de 2016 obliga al pago de la prima de servicios en junio y en diciembre.
Las mujeres entrevistadas son mayores de 40 años, han trabajado entre 12 y 20 años en el servicio doméstico y nunca han hecho sus aportes para la pensión. Todas reciben lo que los patrones tienen a bien darles, más “el cariño” por sus días consagrados a ellos. Para mí eso no es más que un comportamiento odioso e injusto disfrazado de afecto, que explícitamente explota al más débil y profundiza la desigualdad.
La señora que durante 11 años trabajó con nosotros, hasta diciembre del año pasado, me contó al final de 2019 que a su hija le habían hecho una oferta laboral: una mujer adinerada de Córdoba le iba a pagar $300.000 al mes por trabajar como interna cuidando un bebé. Le explicó que eso era más que suficiente porque le daría techo y comida. Debo decir que por cuenta mía se echó por la borda ese abuso.
El odio, tan bien usado para manipular masas y tapar las realidades provocadas por los odiadores, no debería esconder el trasfondo de una lucha opacada por los más favorecidos y tampoco debería perpetuar la incomprensión del origen de nuestros problemas. Colombia es el país de quienes acumulan riqueza y pueden oprimir a un pueblo formado por, entre tantos y tantas, las empleadas del servicio doméstico, a quienes muchos preferirían llamar criadas o sirvientas.
Estamos en mora de exigir un debate amplio con gente que sí sepa de lo que habla, no con politiqueros arribistas ni medios que hagan eco sin chistar, sobre el país que queremos, el que necesitamos. Y ese debate no puede excluir las explicaciones sobre la desigualdad y la injusticia que eso supone y tampoco a los odiosos a los que les conviene distraer la realidad.
* Periodista.
