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“Vivimos en medio de una guerra silenciosa”. “No tenemos tierras para sacar adelante proyectos productivos”. “Tememos el reclutamiento forzado de nuestros niños”. “Reclamamos educación para las mujeres”. “No tenemos espacios para el deporte y la cultura”. “No hay garantías para tener una vida digna”.
Las anteriores son seis frases que resumen dos días del “Encuentro Nacional de Mujeres” organizado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y la Embajada de Noruega. Aquello es el resultado de un proceso de identificación y dinamización de iniciativas y organizaciones de mujeres que le apuestan a la construcción de la paz desde diferentes acciones y proyectos en cada uno de sus territorios.
Mujeres, en su mayoría campesinas, indígenas y de comunidades afrodescendientes, víctimas y firmantes del acuerdo de paz en 22 departamentos, han trabajado en distintas temáticas con sus comunidades a través del PNUD desde el 2017 cuando empezó la implementación del acuerdo de paz con la guerrilla de las FARC y con un fin común que es el de lograr la reconciliación.
Eso, “reconciliación”, una palabra habitual en los procesos de paz y tan esquiva en la realidad de Colombia porque no hay tregua con la guerra y no hay tiempos ni espacios y muchas veces ni ganas desde distintas entidades del Estado y, en general, de la sociedad, para dar todos los pasos y llegar así a una paz definitiva.
Dice el PNUD: “Las ciencias del comportamiento reconocen el contacto intergrupal como una herramienta clave para reducir los sesgos y los estereotipos entre grupos. Sólo cuando se escucha la historia de otro y se reconoce el dolor ajeno como propio se logra generar una conexión e identidad que permite transformar narrativas y comportamientos”. Eso es lo que reclaman las mujeres víctimas del olvido del Estado y, por ende, del conflicto: que las miren, que las oigan, que las reconozcan, que las ayuden -y también a sus familias- con opciones de trabajo, vías para comercializar sus productos, educación, espacios para la cultura y el deporte, viviendas dignas y seguridad para que no las amenacen, las violen y las silencien.
“Nos motivó la tristeza”, responde una de las mujeres cuando le pregunto dónde nació la iniciativa de componer y cantar rap en su barrio para trabajar por la paz. Cuenta que cuando ella tenía menos de diez años de edad, junto con una amiga, veían tan cerca la maldición de la guerra que empezaron a buscar qué hacer para encontrarle sentido a su realidad y fue así como la música se convirtió en la herramienta para romper el silencio al que estaba sometida su comunidad como consecuencia del miedo y las masacres.
Unas hacen música, otras enseñan a cuidar los ecosistemas y velan por los derechos humanos; unas luchan por la soberanía alimentaria, por el cumplimiento de los acuerdos de paz, por la educación y por algo que muchas personan tienen y ellas no: el derecho a vivir en paz.
“Guerra en Cauca: en las escuelas los niños aprenden qué hacer cuando hay ataques con explosivos”, es un reportaje publicado en El Tiempo el pasado 27 de mayo. Así empieza: “Cúbranse el corazón con las manos cruzadas, pónganse en posición fetal y hagan presión con sus piernas para proteger su estómago, su hígado. Vamos a estar bien. Sus familias están bien si acá lo estamos. Vamos a pensar que estamos en un ambiente tranquilo. Escuchen mi voz —les dice una profesora a sus estudiantes en la Institución Educativa José María Obando de Corinto, Cauca, mientras está en el piso en un salón de clases guiando un simulacro en caso de algún hostigamiento o ataque armado—”.
A eso se refieren las mujeres del encuentro del PNUD. Las oigo y las observo y me pregunto qué sería de Colombia si no fuera por su fuerza y su resiliencia. Siento vergüenza por sus reclamos, sus duelos y sus miedos. Ellas levantan la voz pero, ¿nosotros las oímos?
