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El 21 de febrero, tres días antes de la publicación de mi columna “Los menores de edad que quieren morir”, unas hermanas gemelas de 12 años de edad residentes en Sallent (España) saltaron del balcón de su apartamento con la idea de morir. Una falleció en el instante y la otra aún está grave de salud.
Las hermanas, de origen argentino, sufrían matoneo en su colegio por el acento y porque su hermano de 10 años de edad no había podido aprender el idioma catalán. Pero el tema que acrecentó las burlas y las agresiones fue que una de las niñas se identificó como transexual y pidió que la llamaran Iván. Quien confesó esta situación después de la tragedia fue el abuelo paterno, aunque en un principio las directivas del colegio lo negaron. Sin embargo, pasados unos días tuvieron que admitir que sí sabían que las niñas y el niño eran matoneados, pero que en su momento no entendieron la magnitud del asunto. De acuerdo con el seguimiento que han hecho los medios españoles, los alumnos responsables de los hechos no fueron sancionados. La Generalitat de Cataluña concluyó: “Pedimos disculpas, es un fracaso de todo el sistema”
Una noticia: “El pleno del Congreso de los Diputados ha aprobado por unanimidad la proposición que permitirá crear permisos laborales de hasta dos semanas a los acompañantes de personas en riesgo inminente de quitarse la vida”, informa el periódico El País, de España, en una publicación del 23 de febrero.
Otro caso: “Mi hija se estaba riendo un día en el teatro y al siguiente quería matarse. No hay manual de instrucciones para abordarlo. Ninguna familia está preparada para esto”, relata Matilde González en El País el pasado 4 de marzo, al hacer una cronología de los intentos de suicidio de su hija que empezaron cuando tenía 14 años.
“No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía”, afirmó el escritor y filósofo francés Albert Camus. Cierto. Pero las cifras que muestran el aumento de los casos en las líneas de atención contra el suicidio y de los suicidios de menores de edad en varios países permiten ver la evidencia del fracaso (como lo confesó la Generalitat) de los gobiernos y de la sociedad, y, al menos en Colombia al nivel de las políticas públicas, de lo lejos que estamos de encontrar que el tema se tome en serio. Lo señalé así en mi columna pasada sobre los suicidios ocurridos en Armenia (Quindío) y en el resto del país.
Soy madre de una niña de 13 años de edad. Elegí ser mamá y ejerzo como tal. Veo la complejidad de la realidad, los retos que dejó la pandemia, el irritante descontrol y la dependencia de las redes sociales, la cada vez más explícita fragilidad del ser, y me resulta difícil no sentir miedo. Observo cómo fallan las rutas de acceso a la ayuda que necesitan los menores que sufren matoneo y los que sufren enfermedades mentales, y mi ser se llena de impotencia.
Pienso si es suficiente que hable con mi hija sobre todos los temas (el amor, el desamor, la muerte, la enfermedad, el sexo, los conflictos humanos) y si basta con dejarle claro todos los días que conmigo y su papá puede hablar de sus angustias y alegrías. Conozco padres que siempre estuvieron abiertos al diálogo, que no tenían temas vetados en sus casas y que luego padecieron el intento o el suicidio de un hijo sin jamás haber sospechado que eso pudiera ocurrir.
Recibo ideas, queridos lectores. No podemos depender de las políticas públicas, así que estamos obligados a poner en práctica medidas efectivas. No sé a ustedes, pero a mí me resulta insoportable pensar que todos los días hay niños, niñas y adolescentes que quieren morir.
* Periodista.
