Esta columna es una invitación a pensar en cómo usamos el lenguaje en la vida cotidiana y cuáles son los canales de comunicación que activamos día a día en nuestro hogar, con los amigos, en el trabajo y en cualquier actividad que hacemos.
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Esta columna es una invitación a pensar en cómo usamos el lenguaje en la vida cotidiana y cuáles son los canales de comunicación que activamos día a día en nuestro hogar, con los amigos, en el trabajo y en cualquier actividad que hacemos.
¿Cómo les hablamos a nuestros hijos sobre la sexualidad? ¿Hablamos con ellos sobre la guerra en nuestro país, sobre el hambre? ¿Qué mensajes conscientes e inconscientes les damos sobre los roles de las niñas y los niños? ¿Cómo debatimos los temas en el ámbito laboral? ¿Qué somos capaces de decirle a un jefe? ¿Cómo expresamos nuestras emociones?
Hace unos años fuimos con mi esposo y mi hija al Parque Explora en Medellín y en una de las salas encontramos una actividad: dos personas se sientan en una mesa que está dividida en la mitad con un vidrio que impide que veamos lo que está en la mesa del otro. A cada persona le entregan unas fichas (las mismas). El juego empieza cuando una de las personas las organiza como quiera y luego debe darle instrucciones al otro con el fin de lograr que ordene sus fichas de la misma manera.
Yo empecé el juego. Armé con mis fichas una figura que mi esposo no podía ver. Cuando terminé de darle mis instrucciones para que él acomodara sus fichas como las mías, miré por encima del vidrio y él había hecho algo muy distinto. Lo miré aterrada y le dije: “¡Qué fue lo que no entendiste!”. Después repetimos el ejercicio con él armando sus fichas y luego de sus orientaciones yo sí hice exactamente lo que me indicó.
Era sólo un juego, pero me quedó un sinsabor. Yo trabajo con el lenguaje y la comunicación en mis roles como mamá, esposa, amiga, periodista y propietaria de una librería, y creía que era capaz de expresar mis ideas con claridad. Pero no. Desde ese momento tuve certezas sobre lo mucho que me falta —nos falta— para comunicarme bien y para estar siempre atenta al uso del lenguaje.
La literatura, por ejemplo, me guía en ese camino que por momentos siento que es interminable. ¿Lograremos un día comunicarnos de forma adecuada? Me lo pregunto con intensidad especialmente cuando se trata de mi hija, porque no quiero ser el reflejo de un espejo en el que me miro con frecuencia y que tiene tantas zonas oscuras por la ausencia en mi crianza del buen lenguaje y de la comunicación acertada.
Vuelve a inquietarme el tema gracias al libro más reciente de Yolanda Reyes, El reino de la posibilidad. En cinco ensayos que mezclan reflexiones sobre la niñez, las emociones, la educación, la pandemia, la crianza, la guerra y el feminismo, la escritora colombiana nos tira un lacito llamado lenguaje para armar con él todas las preguntas posibles.
—Mamá: ¿tú te puedes morir?
—No hablemos de eso. De eso no se habla.
¿Se identifican con ese fragmento del libro?
Creo, como dice la autora, que vivimos obsesionados “por una vida indolora” que deja a los niños sin los “recursos imaginarios para explorar sus emociones”. Pensemos en nosotros adultos y miremos a nuestro yo niño o niña: ¿qué tanto mutilaron nuestro pensamiento nuestros adultos?
Volvamos a pensar en nosotros adultos: ¿somos conscientes de cómo predeterminamos el comportamiento de los otros como consecuencia del lenguaje que usamos o de lo que silenciamos?
La guerra, la discriminación y el adoctrinamiento son posibles por una comunicación manipulada y la ausencia de un buen lenguaje. Amamos, nos reconciliamos, nos acariciamos, nos consolamos y nos reímos cuando somos capaces de recurrir a las palabras para entendernos. Entremos entonces a El reino de la posibilidad para empezar a cambiar si no el mundo, sí nuestros pequeños universos.
* Periodista.