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Nunca, jamás en la vida, podría ni querría ser mamá. Un embarazo no deseado sería una tragedia para mí. Increíble: de quedar embarazada hoy, la opción de abortar está más cerca que nunca.
¿Querría abortar? Muy probablemente sí. No podría dormir; los demonios me atormentarían todas las noches susurrando en mi oído: «No abortar: sacrificar mi vida y mis sueños a la fuerza, drásticamente. Sí abortar: quiero, necesito abortar, pero hay objeción en mi conciencia».
De quedar embarazada hoy, mis próximas veinticuatro semanas serían un absoluto tormento. Un tormento que no pedí. Para castigo, uno de los peores.
Me reviso por dentro y concluyo que trataría, en contravía de mis deseos y necesidades, con mucho esfuerzo y con el corazón estrecho, de no abortar. (Sobre todo porque sé que la vida me arrojaría al lugar del corazón donde me encontraría abocada a hacerlo). Una vida en mi vientre sería dramáticamente abrumador y perturbador; sí. Pero sospecho que sería, también, absurda, inevitable, inminente, inexorablemente sobrecogedor. Sobrecogedor como sobrecogida estaría si un día por milagro mi sobrina Ana Isabel pudiera caminar.
Estoy muy impactada; casi en shock por la noticia del 22/02/22. No sé cómo sentirme.
Pero tengo claro que me duelo -y mucho- de las mujeres que mueren de horribles e infames maneras por cuenta de los abortos clandestinos.
Muy a mi pesar, debo admitir que me importa el qué dirán y por eso una parte de mí no quiere hacer público esto. Pero he decidido contarle a El Espectador lo que hay en mi pecho y pedir me honren publicando este texto, porque considero que el enredijo triste que hay en mi alma refleja el de muchos. Porque me parece que en honor a la ética periodística hay que contar que detrás de los titulares festivos coloreados de verde importan, también, los colombianos “emproblemados” en fuertes y afligidos dilemas. Porque esto también soy yo.
Ayer cambió un país de manera profusamente contundente. Y, de una metamorfosis en Colombia, pocas veces en la historia nos habíamos dado tanta cuenta.