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Como suele suceder por estos días, es posible que esta semana la justicia nos “sorprenda” con alguna noticia alrededor del caso Jaime Garzón, ocurrido hoy hace 25 años en Bogotá. Tal vez, por fin, llegue la condena contra Diego Fernando Murillo Bejarano, alias Don Berna, quien aceptó cargos por el homicidio desde el 11 de marzo de 2014, y cuyo proceso se encuentra desde entonces pendiente de sentencia en el Tribunal de Justicia y Paz de Medellín.
Poco más puede contarse del caso Jaime Garzón, que en los últimos diez años solo ha resonado judicialmente con la declaratoria de lesa humanidad y la condena a José Miguel Narváez como uno de los principales autores intelectuales del crimen, intermediario entre el jefe paramilitar Carlos Castaño y el más ultra y criminal sector de las fuerzas militares colombianas.
Narváez fue mucho más que eso, y como se demostró en mi propio caso por tortura, con sigilo y una innegable inteligencia, logró convertirse en el armador fundamental de un esquema ideológico que permeó a la fuerza pública y lo catapultó como un hombre que, sin uniforme pero con rango de mayor de la reserva, tuvo a su haber la inducción de todos los miembros de la cúpula militar por un período no menor a quince años, mientras ascendía en el sector privado como asesor de la más rancia de las derechas y labraba el camino para la aceptación social del exterminio como modelo de desarrollo económico, político y social del país.
Jaime Garzón fue asesinado por esa conjunción político militar que permitió en Colombia la toma del poder por parte del crimen organizado con la excusa del combate a la subversión, y que avaló la conversión de las instituciones en una repartija de intereses políticos y paramilitares en medio de la cual se dieron hechos tan escandalosos como el espionaje masivo de más de trescientas personas y sus familias por parte del ya clausurado -pero no extinto- DAS, así como la tortura en mi contra.
En los últimos dos años, luego de que gracias a un acuerdo del Consejo Superior de la Judicatura mi caso cambiara de manos (durante un lustro estuvo a cargo de una juececita censora que no hizo más que paralizar los juicios, favorecer el vencimiento de términos y afianzar la impunidad), en medio de los alegatos con los que mis victimarios pretendieron vender su inocencia y mostrarse ajenos a los hechos de que fuimos víctimas mi hija y yo, una estrategia de defensa se impuso entre ellos: la de negar mi labor en el caso Jaime Garzón, con el argumento de que jamás escribí una línea sobre el tema ni existen pruebas de mi trabajo investigativo, no obstante los múltiples correos electrónicos ilegalmente obtenidos por el DAS que dan cuenta de mis movimientos, preocupaciones y cada vez mayor cercanía al esclarecimiento de lo sucedido en torno al asesinato del más querido humorista de todos los tiempos en Colombia.
No cabe duda de que los hostigamientos, las amenazas, la tortura y el acecho, tanto virtual como presencial, alcanzaron el efecto esperado y me silenciaron durante 20 años. Pero ya no más. Pronto el país conocerá el libro que por dos décadas los perpetradores lograron censurar, porque su palabra no puede ser la última que se conozca sobre mi caso y el de Jaime Garzón, que quedaron ineludiblemente unidos gracias, precisamente, al accionar criminal. Pronto, país, muy pronto.