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Los ataques rusos no son solo bombardeos: son mensajes dirigidos al mundo. Y suspender la ayuda militar sería la peor forma de interpretarlos.
Mientras el mundo debate sobre mesas de negociación, resoluciones de paz y fórmulas diplomáticas, Rusia responde con misiles. Mientras se discute en cumbres internacionales cómo “congelar” el conflicto, Rusia lo intensifica. Cada nuevo ataque –como los que vivimos esta semana en varias regiones de Ucrania– es un recordatorio brutal de que Moscú no está negociando: está imponiendo.
Los ataques recientes de Rusia contra Ucrania no fueron simplemente un episodio más en una guerra prolongada, sino parte de una escalada calculada, con claros objetivos psicológicos, estratégicos y políticos. Estos ataques buscan saturar las defensas aéreas de Ucrania, agotar los recursos técnicos y humanos, y generar un efecto de desestabilización interna. Los ataques de la semana pasada fueron masivos, indiscriminados y con claras intenciones de provocar terror en la población civil.
Este tipo de ofensiva tiene también una función diplomática perversa: mostrar la vulnerabilidad de Ucrania para influir en la opinión pública internacional, especialmente en países donde el apoyo comienza a flaquear por motivos electorales o económicos.
Rusia pretende “normalizar” el uso del terror como herramienta de negociación. Pero hay que entender que la resistencia de Ucrania no se basa solo en sistemas de defensa o en acuerdos internacionales. Se sostiene sobre la convicción profunda de que la vida en libertad vale más que la vida bajo imposición.
Sabemos que estos ataques no son solo militares, son mensajes. Y a veces, cuando escuchamos los debates sobre “suspender la ayuda militar”, sentimos que ese mensaje sí está funcionando.
Para los ucranianos, hablar de suspender la ayuda militar no es una conversación geopolítica abstracta. Es una cuestión de vida o muerte. Literalmente. Pero también es una cuestión global. Lo que hoy está en juego en Ucrania es el principio más básico del derecho internacional: que ningún país puede invadir a otro sin consecuencias. Si eso se rompe, no hay frontera segura, no hay democracia protegida y no hay paz duradera.
Cuando Estados Unidos y otros países occidentales envían sistemas de defensa, no lo hacen solo por solidaridad. Lo hacen porque comprenden que defender a Ucrania es defender la estabilidad europea y global. Y que el costo de actuar ahora es mucho menor que el de intervenir tarde, cuando la agresión se haya extendido más allá de nuestras fronteras.
Además, vale decirlo con claridad: esta ayuda no es una dádiva. Alrededor del 80 % de la asistencia militar de Estados Unidos se queda en su economía, a través de contratos con su propia industria de defensa. Es una inversión estratégica, no un acto de caridad.
Suspender esa ayuda envía un mensaje muy peligroso: que los autoritarismos pueden avanzar si sus crímenes se repiten el tiempo suficiente como para cansar al mundo.
Por lo tanto, suspender la ayuda no es neutralidad, es complicidad. Es darle la espalda a quienes defienden su libertad y su derecho a vivir. Y es, también, olvidar que cuando la democracia se abandona en un lugar, se debilita en todas partes.
*Analista del Transatlantic Dialogue Center