Esta semana se cumplen 41 años de la salida de la Misión Capuchina del territorio indígena en la Sierra Nevada de Santa Marta. A mediados del Siglo XIX, como parte del plan de consolidación de la Iglesia católica en Colombia, capuchinos españoles llegaron a nuestra costa Caribe por invitación del obispo de Santa Marta amparados por decretos expedidos por él mismo y por las autoridades en Roma. La Constitución de 1886 garantizaba entonces el pleno apoyo del Estado a los religiosos para ejercer funciones civiles, judiciales y educativas sobre “los desgraciados que viven en las tinieblas de la ignorancia”, en palabras del obispo.
Los capuchinos establecieron misiones en lugares estratégicos de La Guajira y la Sierra Nevada como parte de la carrera por “civilizar” a los Indígenas del Nuevo Mundo. Con el cambio de siglo, los religiosos tecnificaron sus métodos de evangelización forzada y, en lugar de perseguir indígenas por entre selvas y montañas —modalidad que requería un caudal enorme de recursos humanos y materiales—, optaron por establecer centros fijos en las comunidades en torno a la espantosa figura del orfelinato.
La Ley 64 de 1924, “para la reducción y civilización de los indios motilones, guajiros y arhuacos”, fue aprobada por el Congreso para reglamentar este esfuerzo cristianizador. Así, en 1916 los capuchinos establecieron el orfelinato de San Sebastián de Rabago, en Nabusimake, la capital Pueblo Arhuaco.
El término “orfelinato” nunca reflejó la verdadera naturaleza de aquellos centros de reeducación forzada, pues la inmensa mayoría de niños que por allí pasaron no eran huérfanos, sino que tenían familias y amigos que lamentaban su ausencia. Al llegar a la institución, los niños eran peluqueados, su manta tradicional confiscada y se les prohibía comunicarse en su lengua materna. Quienes huían eran buscados con el apoyo de la policía.
La estrategia de reingeniería social pasaba incluso por enviar niños wayuu de los orfelinatos de San Antonio y de Nazaret, en La Guajira, hasta la sucursal de Nabusimake. Luego, a medida que crecían, recibían incentivos materiales, como ganado y parcelas, para conformar matrimonios con jóvenes de otras etnias o con campesinos colonos, cosa que destruía aún más el tejido social de la comunidad.
Los religiosos perseguían a las autoridades tradicionales —recordamos, por ejemplo, el asesinato del mamu Adolfo Torres—, conspiraban para destruir las kankurwas [casas sagradas], e intimidaban a quienes expresaran su descontento. El sistema que padecimos los indígenas de la Sierra no dista mucho de los internados para niños indígenas de países como Canadá, Australia y Estados Unidos, cuyas escabrosas revelaciones han causado conmoción.
A la luz de su largo expediente de violencia, los orfelinatos cayeron en desuso y los misioneros pasaron a operar escuelas donde se implementaba estrictamente el pénsum nacional, sin un enfoque diferencial para la cultura indígena. Los arhuacos, por su parte, solicitaron al Gobierno insistentemente la terminación de dicho concordato y del apoyo oficial a la misión capuchina. Sin embargo, el control abusivo de los misioneros se mantuvo hasta los 80.
En medio de la inconformidad, se fortaleció un movimiento que promovía los valores culturales, y el combate a la noción del indígena como un salvaje inferior. Nuestras autoridades propusieron un programa de autogobierno, y se fue abriendo paso la idea de una educación bilingüe intercultural, adscrita al MinEducación, que tuviera en cuenta los saberes tradicionales. Aquí fue clave el apoyo del Instituto Colombiano de Antropología y la Unión Seglar de Misioneras.
En 1982, luego de una concurrida asamblea, los arhuacos decidimos tomarnos pacíficamente las instalaciones de los misioneros en Nabusimake para exigir la salida definitiva de la misión capuchina. La toma forzó al obispo de Valledupar a entablar un diálogo con las autoridades indígenas —en cabeza del cabildo gobernador Luis Napoleón Torres— que desembocó, el 12 de agosto de 1982, en un compromiso por parte de la Iglesia para devolver las instalaciones de la misión a la comunidad y entregar el manejo de la educación y la salud al Gobierno nacional.
Los misioneros, sin embargo, embolataron su partida, obligándonos a movilizarnos nuevamente para hacer cumplir la palabra empeñada. Finalmente, la salida de la Iglesia católica del territorio arhuaco se firmó el 20 de febrero de 1984, al cabo de una reunión con el nuncio apostólico y del delegado del presidente.
Este proceso de disputa marcó profundamente al movimiento indígena, y dejó enseñanzas que aún se mantienen.
Gracias a los sacrificios y los aportes de organizaciones indígenas de todo el territorio nacional, hoy somos el primer país del continente en adoptar un sistema de educación propia que respeta los rasgos de los Pueblos Indígenas.
*Representante Permanente de Colombia ante la ONU