Hace unos días, mi sobrino —un joven curioso, informado, que suele revisar fuentes y contrastar datos— me preguntó con una mezcla de incomodidad y genuina duda: “¿Tía, tú crees que eso fue un autoatentado?”. Su pregunta no era malintencionada ni producto del cinismo, sino el resultado de un despliegue tan meticuloso y emocionalmente efectivo de desinformación, que incluso las mentes más ponderadas titubean. Y ese es precisamente el problema.
La desinformación no siempre se presenta como una mentira burda y evidente. Lo más peligroso es cuando se construye con datos reales sacados de contexto o con relatos cuidadosamente elaborados para parecer lógicos. Y en medio de ese juego de apariencias, resulta fascinante —y al mismo tiempo inquietante— preguntarse por qué tantos ciudadanos terminan creyendo esas versiones distorsionadas, difundidas en redes sociales o por figuras mediáticas, en lugar de confiar en quienes dedican su tiempo, su talento y su rigor a estar en el lugar de los hechos, a observar, a escuchar, a contrastar y a narrar con honestidad lo que sucede.
Tras el atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay el país vivió no solo la conmoción por un acto violento y cobarde, sino un segundo episodio —más sigiloso, pero igualmente dañino— de narrativas de desinformación. Lo que comenzó como un ataque físico pronto se convirtió en una batalla de narrativas, donde cada bando parecía tener una teoría, una prueba “irrefutable”, o un montaje visual diseñado para sembrar duda y dividir a la opinión pública.
Poco después, la distorsión cobró fuerza propia. Circuló un falso comunicado médico que anunciaba su muerte. Se compartieron videos manipulados de hospitales en el extranjero, presentados como pruebas irrefutables. Las teorías de conspiración se multiplicaron: algunas involucraban a servicios de inteligencia; otras, a sectores dentro de su propio partido.
También comenzaron a circular imágenes y datos personales falsos del presunto atacante y de supuestos cómplices. Incluso se difundieron fotografías de personas completamente inocentes, señaladas como implicadas, lo que desató amenazas reales en su contra. La confusión fue tal que algunos medios de comunicación publicaron capturas de chats falsos que, más tarde, se comprobó que pertenecían a un caso judicial completamente ajeno.
En medio de ese caos, la realidad comenzó a diluirse en un torrente de versiones, especulaciones y montajes. Como si en este país ya nadie pudiera trazar la línea entre la tragedia real y el espectáculo fabricado. Como si la puesta en escena se hubiera vuelto indistinguible de los hechos. Una confusión tan profunda que recuerda aquellas palabras de Hamlet: “La obra es el instrumento / en que atrapará la conciencia del rey.”
Incluso los gestos más íntimos y humanos fueron objeto de controversia. Una imagen compartida por su esposa desde la Unidad de Cuidados Intensivos —donde se le ve tomándole la mano mientras él permanece sedado y conectado a equipos médicos— buscaba transmitir esperanza. Sin embargo, algunos sectores la tomaron como evidencia de una supuesta violación a los protocolos hospitalarios. La entrevista concedida hace unos días al programa Los Informantes se convirtió en insumo para nuevas teorías de conspiración: el deseo casi enfermizo de interpretar cualquier detalle como parte de una trama oscura. La desconfianza extrema ya no necesita hechos. Solo necesita una foto, un rumor, un fragmento fuera de contexto. Esa es la gasolina de la desinformación moderna.
Aaron Sorkin, en The Newsroom, escribió una línea memorable: “Las personas que voluntaria, premeditada y alegremente le mienten al pueblo para golpear la reputación de alguien, deberían, como los criminales sexuales registrados, estar obligadas por la ley a llevar una etiqueta de advertencia por el resto de su vida”. Suena drástico, pero en tiempos como estos, ¿no sería justo saber quiénes están jugando con la verdad como si fuera un comodín?
La familia Uribe Turbay no puede permitirse callar ni replegarse. Por el contrario, es fundamental que continúe comunicando con sensibilidad y transparencia, para impedir que los rumores tomen el lugar de los hechos. En una tragedia como esta, controlar la narrativa no es un gesto de vanidad, sino una necesidad vital.
Porque mientras el país espera que las autoridades determinen quién fue responsable del atentado, ya sabemos quiénes intentaron apropiarse del relato. No fueron ciudadanos confundidos. Fueron operadores —algunos con cuentas verificadas— que sentencian como si fueran jueces y difunden como si tuvieran pruebas, pero no las tienen. Lo que tienen es algo más tóxico: una estrategia. Y eso, también, es violencia.
En Colombia, cada crisis real va acompañada de otra crisis paralela: la del relato. Y si no aprendemos a identificar a quienes quieren secuestrar la verdad con cinismo y eficiencia, vamos a seguir viendo cómo incluso los jóvenes más lúcidos —como mi sobrino— dudan de lo evidente.
Ese es el verdadero peligro. Que la mentira no necesita convencerte del todo. Le basta con hacerte dudar.
* Universidad Externado de Colombia