Pendientes desde el 1º de octubre del caso de Armita Garavand, la joven de 16 años postrada, entre la vida y la muerte, en el hospital Fajr de Teherán, nos llegó el anuncio del Premio Nobel de Paz para la reconocida activista iraní Narges Mohammadi. Su nombre estará dándole vueltas al mundo por estos días. Se percatarán algunos de que es el segundo galardón otorgado por la academia sueca a una mujer iraní. Y percibirán quizá, que lo inverosímil no reside en ello, sino en el hecho de que 20 años después del Nobel de la abogada Shirin Ebadi en el 2003, sigamos padeciendo el yugo y el terror de los mulás, que tienen a la nueva galardonada en la infame cárcel Evin, junto a otros miles de presos políticos.
Las luchas de las mujeres suelen ser de largo aliento; atraviesan generaciones y aunque revistan diversas formas, no cesan. El caso de las Nobel iraníes es un homenaje al coraje, a la persistencia y a este relevo generacional que brota sin cesar. Para el movimiento actual, surgido de las cenizas de Mahsa Amini, asesinada en septiembre de 2022, Narges es una inspiración, como lo fue Ebadi para ella. Científica, periodista y militante, ha sido la vicepresidenta del Centro de Defensores de los Derechos Humanos, al que se unió en 2001, desde su fundación por Shirin Ebadi. Pero si a nivel global, para las luchas en el vecino Afganistán, al igual que en todas las latitudes, ambas laureadas son una inspiración, las ganadoras de este premio son realmente las muchas, las tantas, las multitudes de mujeres que han adoptado la desobediencia civil bajo las formas más ingeniosas posibles, para burlar los agentes de la opresión del régimen iraní, dispuestas a morir en el intento.
“¡Magníficas!” “¡Son estas mujeres quienes tumbarán por fin a los mulás!” A pesar de mis propios impulsos y de la renovada esperanza infundida por la fuerza del movimiento “Mujer, Vida, Libertad”, siento cómo el entusiasmo de mi padre, ateo militante, a sus 91 años y con sus 44 años de exilio al lomo, choca contra esa fina muralla de escepticismo que no logro desvanecer, y me despierta la silenciosa comezón de la impotencia. ¿Cuántas víctimas más? ¿Generaciones?
Tantas víctimas, todas y todos héroes y heroínas caídas en combate, todas dejando su pellejo, todos dignos de una estatua. Es con un heroísmo y una dignidad únicas que llevan su condición: bajo regímenes tan arbitrarios, la lucha es intrínsecamente una condición de víctima. Sumando las sentencias impuestas a la laureada, serían un total de 31 años, por abogar por los derechos de la mujer, contra la tortura y contra la pena de muerte. Y a pesar de su situación y de los abusos del sistema carcelario, no cesa su actividad. Narges acompaña al movimiento desde el asesinato de Mahsa Amini y esta semana filtró mensajes de solidaridad, señalando el encubrimiento oficial en el caso de Armita Garavand.
Y es que, mientras se hacía el reconocimiento a Narges en Oslo, en redes y noticieros se armaba la última batalla: la de la libertad de prensa, esa por la cual recibió este año el premio UNESCO/Guillermo Cano junto a las periodistas Niloofar Hamedi y Elaheh Mohammadi que develaron la muerte de Mahsa Amini. Hoy, vecinas de calabozo.
Prensa internacional y oenegés se desvelan por armar el rompecabezas de lo que parecería el último “caso Amini”… Armita, 16 años, entra al metro de Teherán sin hiyab, cae en el vagón sin que las cámaras registren claramente el suceso y, en coma, es transferida a un hospital… militar. Testimonios contradictorios, declaraciones constreñidas, videos parciales, una madre arrestada… El arma más significativa, que marca la evolución entre las tres generaciones de lucha, es el acceso infinito a la información por las redes —o su ilusión, con sus riesgos de tergiversación y hasta de bloqueo cibernético. Y mientras se cruzan acusaciones de fake news y de manipulaciones mediáticas, tememos lo peor, porque hace días ya que un silencio escabroso cubre las trincheras.