En política, los gestos revelan más que mil discursos: no solo definen una estrategia, sino una visión del mundo. Al ordenar a sus Fuerzas Armadas respaldar a Nicolás Maduro ante cualquier, poco probable, intervención extranjera, el presidente Gustavo Petro no solo toma partido en un conflicto, sino que deja al descubierto la jerarquía de sus lealtades y el precio que está dispuesto a pagar por ellas.
La orden llegó justo después de que Estados Unidos elevara a 50 millones de dólares la recompensa por la captura de Maduro, acusado de narcotráfico y terrorismo, duplicando la cifra anterior de 25 millones.
Petro, quién construyó su carrera política denunciando el autoritarismo, el militarismo y defendiendo los derechos humanos, se ha referido reiteradamente a las Fuerzas Armadas como un pilar de paz. Si esas premisas fueran sinceras, el presidente debería estar del lado del pueblo venezolano que sufre la represión, no en la defensa de un dictador que ha coartado libertades, derechos y cualquier noción de seguridad humana.
En lugar de sumarse a la presión internacional, Petro optó por alinearse públicamente con Maduro, preocupando a Colombia. Su imagen de idealista se enfrenta a una realidad incómoda: su estrecha cercanía con Nicolás Maduro, quien es acusado internacionalmente de autoritarismo y narcotráfico. Esa cercanía desafía los principios que Petro decía encarnar. Luego de las elecciones presidenciales venezolanas de julio del 2024, Petro tomó distancia cuestionando la falta de transparencia del proceso. Pero, apenas un año después, ese discurso dio un giro abrupto: pasó de crítico cauteloso a cómplice abierto.
Uno de los episodios más reveladores de esta nueva alianza Petro-Maduro fue la firma, el pasado mes de julio, de un polémico acuerdo binacional para crear una “zona económica especial de paz” en la frontera colombo-venezolana. Firmado en secreto, sin consultas públicas ni debate parlamentario. Del lado venezolano, los estados de Táchira y Zulia; del lado colombiano, Norte de Santander, con posibles extensiones a Cesar y La Guajira. Sobre el papel, busca atraer comercio y desarrollo en una región históricamente olvidada. En la práctica, es una tierra de nadie donde rige la ilegalidad. “Esa área está dominada por narcotraficantes y grupos armados terroristas como el ELN y la disidencia de las FARC”, alertan. El excanciller colombiano, Julio Londoño, ha recordado que esa franja ha sido escenario de violentos enfrentamientos entre el Clan del Golfo y el ELN, con saldo de 80.000 desplazados y 100.000 muertes violentas en años recientes. Para la exvicepresidenta colombiana, Marta Lucía Ramírez, este acuerdo busca exportar el Socialismo del Siglo XXI en Colombia. Resulta irónico que Gustavo Petro proteja un santuario del narcotráfico y la guerrilla en el corazón de Sudamérica. A la polémica se sumó una propuesta más explosiva: Maduro reveló que propuso a Petro “unir” las fuerzas militares de Venezuela y Colombia. Aunque Petro intentó matizar la idea asegurando que se trataba solo de “articular operativos contra el narcotráfico en la frontera”, el daño ya estaba hecho: la percepción de una alianza militar con un régimen acusado de proteger a narcos y terroristas quedó instalada.
En el plano internacional, la postura de Petro amenaza las relaciones con Washington. Colombia parece dispuesta a entorpecer esfuerzos de remover a Maduro. Más allá de la retórica, está en juego la cooperación bilateral en materia de seguridad, lucha antidrogas, inteligencia y comercio. A estas alturas, tras tres años en el poder, no debería sorprendernos su costumbre de lanzar declaraciones vacías, mensajes contradictorios y un misticismo político que impregna sus redes sociales.
En esta narrativa, Gustavo Petro ya no aparece como el adalid de la democracia que muchos imaginaron, sino como un líder dispuesto a abrazar a un tirano en nombre de un ideal bolivariano nebuloso. Quizás crea que al unir fuerzas con Venezuela contra la injerencia externa está en el “lado correcto de la historia”, pero, para muchos, cada gesto de apoyo a Maduro lo aleja de los valores que prometió defender y lo acerca peligrosamente a los vicios que antes combatía.
El resultado es un mandatario atrincherado en su ideología: ferviente aliado de un régimen cuestionado y, por ello, cada vez menos aliado de la democracia del pueblo colombiano que lo eligió y de los venezolanos que siguen esperando un cambio real. Un cambio que no se parezca a las promesas incumplidas que dejó en su propio país, sino que haga realidad el sueño de Bolívar: que todos seamos libres, aunque nos cueste la vida.
Santiago Vidal Calvo*
*Analista de políticas públicas en el Manhattan Institute for Policy Research, en la ciudad de Nueva York.