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De Acuerdo Nacional y Asamblea Constituyente: El espejo de la transición española

Columnista invitado EE y Guillermo Pérez Flórez

20 de julio de 2024 - 12:44 p. m.

Gracias al diálogo, España dejó atrás la dictadura y abrazó la democracia.

El “Acuerdo Nacional” es un concepto que ha planeado en el firmamento colombiano desde hace muchos años, sin que alguien haya logrado aterrizarlo. Quizá por esto, los colombianos son escépticos cuando se les propone, y cae al vacío sin hacer ruido siquiera. Nuestra historia está llena de desacuerdos, desde el momento en que empezó a gestarse la república. La primera (1810-1815) fracasó por los disensos entre el Estado de Cundinamarca y las Provincias Unidas de la Nueva Granada, que desembocaron en una guerra civil y facilitaron la reconquista española. Los cuales se repetirán durante el siglo XIX.

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En 2025 se cumplirán cincuenta años de la muerte de Francisco Franco (20 de noviembre de 1975), hecho que dio inicio a un período conocido como la ‘transición’, el cual podría amojonarse entre la coronación del rey Juan Carlos I (22 de noviembre de 1975) y la aprobación de la Constitución (el 6 de diciembre de 1978). Se ha estudiado con amplitud, por la singularidad histórica y la madurez demostrada por los protagonistas. Traerlo a cuento puede ser de utilidad para avanzar en la concreción de una propuesta que el presidente Gustavo Petro formuló en su posesión, sin que dos años después nada se haya logrado concretar.

El asesinato de Carrero Blanco

La muerte del dictador produjo grandes incertidumbres e hizo revivir los fantasmas de la cruenta guerra civil (1936-1939). Porque si en algo estaban de acuerdo los españoles era en que Franco soportaba el régimen. Nadie podía imaginar qué pasaría tras su muerte. En el franquismo había quienes clamaban por liberar al caudillo de responsabilidades y prepararse para su partida, aunque lo dijeran en tonos bajos. Posiblemente, el más consciente de la realidad había sido Franco mismo, y por ello decidió quién sería su sucesor: Juan Carlos de Borbón, y puso en la presidencia del gobierno a quien consideraba su epígono, el almirante Luis Carrero Blanco. Quería dejarlo todo bien atado.

Sin embargo, dos años antes de su muerte, el 20 de noviembre de 1973, un comando de la banda terrorista ETA en Madrid hizo volar por los aires el automóvil del jefe del gobierno, con él adentro. Nadie daba crédito de lo sucedido. El Estado, con Franco a la cabeza, se refugia en la hipótesis de un accidente, y cuando se comprueba que ha sido un atentado el estupor y la incertidumbre se apoderan de España. Todos piensan que habrá una feroz represión, empero el dictador pide al vicepresidente del Gobierno, Torcuato Fernández Miranda, “No alarmar al país”. Se lo repite una y otra vez, cuando este lo visita para informarle de la situación. Sabe que algo grave ha ocurrido. “Miranda, se nos mueve la tierra bajo los pies”.

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Ese mismo día, Santiago Carrillo, el líder comunista en el exilio, recibe en París una llamada de parte del jefe del Estado Mayor, el general Manuel Díez Alegría. Querían confirmar que la oposición no avalaba el terrorismo, y darle garantías de que no habría represalias. Entonces, los comunistas entendieron que se movían cosas dentro del poder.

Tras el funeral de Carrero, los españoles contemplan una imagen inédita: ven llorar a Franco, ven que es un anciano débil y desmoralizado. Esto obliga a que franquistas y antifranquistas piensen cómo será España tras su muerte. Se fueron configurando, dentro del franquismo, dos grandes tendencias. Por un lado, una de carácter inmovilista. Tras el deceso del generalísimo todo debe seguir igual. Y, por otro, una de tipo aperturista o reformista, convencida de que se debían preparar para una transición.

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Muerto Franco y coronado Juan Carlos I de España, comienza la transición a la democracia. Participan fuerzas antagónicas, sectores monárquicos y republicanos, conservadores, liberales, socialistas y comunistas, la Iglesia Católica. Se oponen los militares, el núcleo duro del régimen. El rey se convierte en un protagonista de primer orden, junto con Adolfo Suárez, a quien designará presidente del gobierno, en reemplazo de Carlos Arias Navarro, el último presidente del dictador. Igualmente, Santiago Carrillo, la cabeza más visible de la oposición. Esa tríada lidera la transición, que se hace relativamente rápido, pese a los grandes obstáculos.

Muchas fueron las personas que colaboran en ella, incluidos líderes extranjeros. En 1976, el rey es recibido en el Congreso de los Estados Unidos, y allí pronuncia, por primera vez, la palabra ‘democracia’: “La monarquía hará que, bajo los principios de la democracia, se mantengan en España la paz social y la estabilidad política, a la vez que se asegure el acceso ordenado al poder de las distintas alternativas de gobierno, según los deseos del pueblo libremente expresados”. A su regreso de Washington, destituye a Arias y nombra a Suárez.

España encuentra en Suárez un líder decidido y arriesgado, que toma decisiones audaces, legaliza los partidos políticos (incluido el comunista), desmonta el Movimiento Nacional y el Sindicato Vertical, estructuras medulares del franquismo. Los comunistas y los socialistas, a su vez, entienden que la contradicción principal no es entre monarquía y república, sino entre dictadura y democracia, y aceptan la monarquía. El conde de Barcelona, padre del rey y heredero legítimo de Alfonso XIII, renuncia a sus derechos dinásticos. Los militares terminan aceptando la supremacía del poder civil, después de cuarenta años de ser ellos el poder.

En ese marco se celebran unas elecciones generales en las que participa el 77 % de los electores. Así, aíslan a los sectores más extremistas de uno y otro bando, expiden una nueva carta, y el rey realiza su oxímoron político: “ser rey de una república”. Este proceso, por supuesto, no exento de críticas, lleva a España a una era de estabilidad, de pluralismo y de seguridad, que años más tarde se verá reforzada por el ingreso a la Unión Europea, bajo el liderazgo de Felipe González. La transición sentó jurisprudencia en la política española y abrió paso a una cultura de acuerdos, que con altibajos ha perdurado.

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La eterna crisis colombiana

Colombia atraviesa una situación crítica. No es la más grave de nuestra historia contemporánea, lo cual no le resta trascendencia, por supuesto. No estamos en la fatídica década de los años 80, sumidos en un mar de narcoterrorismo que enmudeció a las elites políticas ante la interpelación de un movimiento nucleado por estudiantes, orientado a cambiar la Constitución.

En ese momento, solo existía un mecanismo reformatorio de la Carta (el Congreso de la República), no eran posible ni una constituyente, ni un plebiscito, ni un referendo; no obstante, el presidente Virgilio Barco (1986-90) expidió el decreto legislativo 927 del 3 de mayo de 1990 (con base en facultades de estado de sitio) ordenando a la Registraduría contabilizar los votos que se depositaran contestando si se estaba de acuerdo con que se convocara una Asamblea Constitucional.

Actualmente, no existen los obstáculos jurídicos que impedían dicha convocatoria, puestos en evidencia por Alfonso Gómez Méndez, en ese momento procurador general de la Nación, y que obligaron a la Corte Suprema de Justicia a hacer malabarismo jurídico y a apelar a la teoría del poder constituyente, e invocar la necesidad de acoger el “clamor popular”.

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No había posibilidades legales de que el constituyente primario se expresara, que, valga recordar, no era la fuente de la soberanía. La carta del 91 prevé, en cambio, la Asamblea Constituyente, y declara que somos un estado social de derecho participativo. Ahora bien, es evidente que reformarla mediante este mecanismo despierta recelos, pese a que la Constitución y la ley preceptúan que el Congreso establecerá la competencia, el período y la composición de esta, y que la Corte Constitucional examinará la constitucionalidad de la ley, lo cual blinda la constituyente de tentaciones tiránicas.

El país demanda reformas estructurales, y estas no se van a adelantar por el Congreso. La transición española muestra que sí es posible construir acuerdos, cuando existe voluntad política. La democracia colombiana, pese a su larga tradición, tiene perfiles dinásticos y grandes lunares; la economía, rezagos feudales (el 84,5 % de los trabajadores rurales es informal) y genera exclusión social. Y esto, sin hablar de la corrupción, de la justicia y de la impunidad del 97 %; de las diferentes violencias o del crónico déficit de gobernanza territorial, que condena al atraso a miles de personas y prohíja poderosas economías ilícitas.

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Un diálogo que desemboque en un Acuerdo Nacional es un imperativo determinante para transitar hacia una Colombia socialmente más justa, políticamente más moderna y económicamente más próspera; y, sobre todo, para conseguir la paz, históricamente esquiva. Si es a través de una constituyente o no, hará parte del acuerdo, para lo cual es imprescindible dialogar. Echando lengua se entiende la gente, solía decir el siempre recordado maestro Darío Echandía.

Por Guillermo Pérez Flórez

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